Ni bien comenzamos a tener noción de que somos personas, y enseguida vienen las primeras señales de lo que queremos ser en la vida. Cuando le ponemos la pierna a la muñeca, pensamos en ser médicas, porque la pintamos, pensamos en ser maquilladoras, porque bailamos, nos ponemos la ropa de nuestros padres y representamos una escena, ya queremos ser actrices. Los sueños se van construyendo en esa edad en que nuestra imaginación vuela más que cualquier pájaro libre y desorientado.
Entonces crecemos, insistimos en relacionarnos con quien no debíamos, y todo ese aparato formado por nuestra imaginación infantil en el pasado parece desmoronarse. Y ni nos acordamos de la clásica pregunta: “¿Qué quieres ser cuando seas grande?” Porque, a esa altura, aún no sabemos lo que queremos en la vida.
Solo que el tiempo pasa y en un momento notamos que no salimos del mismo lugar, que algunos amigos dieron un giro de 180º en sus vidas y nosotros continuamos estancados. Comenzamos a echarle la culpa a ese novio que nos embarazó, a los padres, que no nos pagaron una buena educación o que no se empeñaron en costearnos los estudios en la facultad, o a alguien que no nos dio una oportunidad en el trabajo.
Mientras los ponemos contra el paredón dispuestos a fusilarlos, también recordamos la entrevista que nos mostró grandes ejemplos de vida de personas que se recuperaron y que antes no podían ni dar un simple paso. La mujer que se convirtió en artista plástica pintando con la boca, el hombre que aumentó su autoestima sin tener las dos piernas, la doctora que se graduó siendo tetrapléjica y muda…
Es cuando pensamos que podríamos haber hecho muchas cosas más si no hubiésemos respondido a nuestros caprichos iniciales, si hubiésemos pensado un poco más y hubiésemos dejado de lado un poco la emoción. Porque es triste quien vive según su corazón, quien se basa en él para orientarse, quien intenta apoyarse en él, creyendo que es lo correcto. Es más triste aún, y por qué no ciego, y por qué no tonto, el que lo obedece y lo hace su gurú. “Yo hago lo que mi corazón manda”, y siempre sin pensar.
Lo bueno de todo eso, sin embargo, a pesar de que el tiempo pasó y no volvió, es que nunca y en ninguna situación es tarde para recomenzar. Dar el puntapié inicial para una nueva vida, una nueva chance para nosotros, y un adiós a lo que quedó atrás.
Aún continuamos con las elecciones, pero con la responsabilidad de elegir bien y no plantar en el presente lo que podría ser el tormento del futuro.
¿Quiere intentarlo?
Perdónese, entierre el pasado y reconstruya su castillo de sueños. Si el tiempo fue implacable, encuentre otros caminos para realizarlos o redescúbrase a usted mismo. Nuevos sueños vendrán, nuevas perspectivas surgirán y nuevas maneras de alcanzarlas también. Olvide el tiempo que estuvo detenido. Junte cada piedra de su castillo desmoronado y levántelo nuevamente. Las novedades surgen cuando nos abrimos a ellas.
“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora”, (Eclesiastés 3:1).