En los tiempos bíblicos, varias monedas circulaban en la Tierra Santa, debido a los diferentes pueblos que habitaban o que pasaban de viaje por allí. Incluso había monedas específicas para determinados propósitos – los historiadores creen que Nehemías encomendó una acuñación especial de monedas para el pago de impuestos en el Templo de Jerusalén y por los animales ritualmente puros utilizados en los sacrificios en el mismo lugar.
Debido a las diferentes monedas, la figura del cambista era muy común en las calles y alrededor del Templo.
El intercambio de monedas, conocido hasta hoy como cambio, les rendía a los cambistas una tasa de alrededor del 12%.
Los cambistas también hacían préstamos. La mesa sobre la cual se realizaban las transacciones era llamada banco (o banca), por eso se le designó el nombre a la entidad financiera hasta los días actuales. El propio Jesús utilizó la figura del cambista en una parábola en la que se refería al dinero que un hombre rico que viajó les confió a sus siervos, que podría haber sido invertido en los banqueros para ganar intereses (Mateo 25:14-30).
Los préstamos, en aquella época, solo se requerían cuando alguien pasaba por dificultades. Cobrarle intereses a un semejante por dinero prestado era una práctica mal vista, porque significaba que se estaba obteniendo ganancias a cuestas de las dificultades de un igual. Sin embargo, de un extraño los intereses por un préstamo eran aprobados (Deuteronomio 23:19-20). En la época del Nuevo Testamento, ya era posible pedir dinero prestado para comenzar un negocio. La economía ya no se basaba tanto en la rama agropecuaria, y comenzaban a surgir pequeñas empresas urbanas, como comercios y prestaciones de servicios. Prestar dinero con intereses ya no era una tarea tan condenada.
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