Él volvía del campo cuando el impuro del mundo lo tocó. No es que él buscaba eso, sino que las circunstancias lo obligaron. En fin, ¿quién puede decir “no” a decenas de soldados armados?
Simón, padre de Rufo y de Alejandro, traía sus propias preocupaciones en la cabeza. Tenía una familia que sustentar, una imagen que cuidar y un Dios al que adorar. Llevaba su vida de la manera como la vida podía ser llevada. En los registros que entrarían en la historia de nuestra sociedad, decían algunos, nada se oiría hablar de Simón.
Hacía ya un tiempo que Simón había salido de su tierra natal, Cirene, para vivir en Jerusalén. Cirene también era provincia romana, pero Jerusalén era la ciudad grande, donde todo sucedía y, principalmente, donde estaba el templo y el Sinedrio.
Pero Simón era judío. ¿Cómo podría él ayudar a un blasfemador condenado a muerte? ¿Qué imagen tendrían de él aquellos que viesen tal escena? Los juicios injustos que las personas harían de su comportamiento, la forma como sus hijos y su esposa serían despreciados. Todos sufrirían si él realmente obedeciese a los romanos.
Pero ellos eran muchos. Y estaban armados. ¿Qué podría Simón hacer, más que bajar su cabeza?
Resignado, arrastró los pies hasta la parte de atrás de la cruz y la levantó. No supo si realmente ayudó al Condenado, pero siguió el camino hasta Gólgota, donde Él sería crucificado.
Ansioso por terminar pronto con ese martirio, no se dio cuenta del real peso del madero. Pesaban mucho más sobre él todos los ojos de alrededor. Muchos condenaban, maldiciendo y humillando al Muchacho que ya presentaba marcas de azotes y exhibía una corona de espinos en su cabeza. Algunas señoras lloraban y se golpeaban el pecho. La mayoría, sin embargo, estaban allí por el espectáculo.
Simón, aquel que nunca entraría en los registros de su sociedad, terminó notando que, si fuesen detallistas, los historiadores podrían citar su nombre. Qué vergüenza inmensa sintió. Que su nombre fuese recordado por disminuir el sufrimiento de un Hombre que ganó fama blasfemando contra los libros sagrados, desmintiendo a los antiguos profetas, argumentando contra los sabios y los ancianos. Es cierto que muchas historias de verdaderos milagros sucedían, pero si Él fue condenado, es porque algo malo había hecho.
El Hombre tambaleaba, tropezaba, caía. El tiempo que llevó para llegar al destino se transformó en pesados días. Aquel camino parecía no tener fin. A cada metro que andaba, dos más se extendían al frente. Simón estaba llevando el peso de otro, cargando la culpa de otro, el sufrimiento de otro. Y, en medio al sufrimiento de saber que pasaría el resto de su vida siendo juzgado por la sociedad, se encontró con el destino final, allí mismo.
En un abrir y cerrar de ojos fue dejado a lo lejos por los soldados, pero no sin antes ver la mirada cálida que el Condenado le hizo, borrando todo de su mente. En ese instante, él supo que su vida cambiaría. Simón entró a la historia.
(*) Mc 15:21 y Lc 23:26
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