Aquel hombre era su enfermedad. Eso era lo que lo definía y toda su personalidad estaba escondida atrás de su incapacidad. Desde que nació, él era lo que no podía hacer.
Porque nadie lo escuchaba, se acostumbró a no hablar. Extendía la mano y esperaba. A veces gruñía alguna cosa, generalmente un pedido, sin esperanzas de ser escuchado.
El Cojo, el único nombre por el cual era conocido en la región, solía ser llevado hasta la puerta del templo casi todos los días para que los que por allí pasaban le diesen algún dinero, algo de comer, cualquier cosa que lo librara de la miseria que la enfermedad le había impuesto. Desde el nacimiento se acostumbró a ser el “pobrecito”. El Cojo era definido por lo que aparentaba ser, y por vivir entre quienes lo consideraban un estorbo, pasó a creer que realmente no valía nada.
Era la tarde de un día cualquiera, cuando insistió un poco más en la súplica por limosna, eso sucedía cuando el Cojo notaba que ese o aquel podría darle la moneda al principio negada. Subían dos hombres por la escalera para la oración de la hora novena, cuando el Cojo dejó de ser la caricatura que era.
Al principio, no dijeron nada, y tampocolo necesitaron. El calor que emanó de sus ojos fue tan poderoso que hizo que el mendigo se callase. Primero pensó que era el susto de ver a alguien encarándolo, ya que eso nunca sucedía. Después entendió que esa mirada no le recriminaba, sino que le transmitía una sensación que él aún no conocía.
“Míranos”, le dijo el mayor.
Él lo miraba con mucha atención. Adentro suyo una mezcla de esperanza en recibir algo y sorpresa por ver a alguien que, además de mirarlo, también le hablaba.
“No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy.”
¿Y qué es lo que él, un lisiado incapaz, podría querer de esos hombres además de dinero? Pensaba el Cojo. ¿Por qué perdían el tiempo de la sagrada oración allí y qué más tenían para ofrecerle?
“En el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda.”
Y antes de que él pudiera comprender las palabras, sintió la mano del sujeto levantándolo del suelo hasta una altura nunca antes alcanzada: no simplemente la de sus piernas, sino la altura de hijo de Dios.
Sus pies y tobillos se afirmaron y, de un salto, se puso de pie. Sonreía, gritaba y cantaba, adorando al Dios cuyo nombre aquellos hombres habían citado. Emocionado, entró en el templo junto a ellos y todo el pueblo vio que los discípulos del , que fue crucificado tiempo atrás, seguían haciendo milagros, aun después de todo.
Aquellos hechos hacían que los hombres creyeran en el Dios de Pedro, Juan y tantos otros. Y aquel hombre, que antes era su enfermedad, por medio de un nombre, se convirtió en alguien que jamás se imaginó capaz de ser.
(*) Hechos 3:1-10
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