El “templo” tenía la apariencia que siempre tuvo, pero su alma ya no aguantaba tanta suciedad. Creado como refugio de oraciones, se estaba corrompiendo con tanto mal que veía que los hombres del mundo practicaban.
Dentro de una ciudad pecaminosa, donde los religiosos proferían su fe para exhibirse, e ignorantes obedecían a los poderosos por no saber cómo cuestionarlos, el “templo” se aisló naturalmente. Pero todas las cosas incorrectas que sucedían a su alrededor entraban poco a poco en su terreno, paso a paso ganaban espacio, centímetro a centímetro lo inundaban de un mal que sólo los hombres son capaces de causar. Es verdad que, en toda su vida, el “templo” buscó ayudar a quienes estaban allí. Ese era su objetivo desde el principio y, por medio de las palabras sagradas ya conocidas –y muchas veces hasta improvisadas-, salvó el alma de muchos. Aunque algunas veces adoptara un tono entristecido, la paz que aún era capaz de transmitir lo hizo inconfundible.
Fue en unos de esos días, donde todo alrededor se volvió demasiado incorrecto, que un Hombre notó el peligro que el “templo” corría. Aunque no pareciera diferente al día anterior y del día antes al anterior, el “templo” suplicaba silenciosamente por una actitud de alguien, cualquiera, que pudiera salvarlo de las garras inmundas del mundo. Y ese hombre oyó.
Estando próximas las Pascuas de los judíos, los animales inundaban el alma del “templo”. Personas preocupadas en mantener las apariencias, revendedores queriendo lucrar cada vez más, religiosos que, en vez de instruir al pueblo, se creían mejores que todos los otros. Todo eso afectaba al “templo” de forma avasallante.
Fue por eso que, habiendo subido desde Capernaúm hasta Jerusalén, el Hombre no aguantó ver la obra de Dios sufrir con tantas desgracias cerca de sí. Hizo un azote de cuerdas y expulsó todos esos males: vendedores, esnobes, arrogantes, hijos desnaturalizados. A los gritos y golpes limpió el “templo”. Gastó todas sus fuerzas identificando y medicando heridas abiertas por el mundo, buscando una forma para que nada más corrompiera la casa del Padre.
“¿Qué señal nos das para obrar así?” Preguntaron los indignados que, tal vez por ser incapaces de ver los propios errores, no notaron el pedido de socorro del “templo”.
“Destruid éste templo y en tres días lo levantaré.”
En esa momento, nadie creyó en aquellas palabras. Probablemente nadie las entendió. Aquel edificio permaneció intacto por décadas, pero poco tiempo después de aquel día en que el “templo” fue limpio, vino la destrucción y la reconstrucción, en 3 días.
Y cuando eso sucedió, los discípulos del Templo lo adoraron aún más.
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