Había una vez un joven que recibió del rey la tarea de llevarle un mensaje y algunos diamantes a otro rey de una tierra lejana. Recibió también el mejor caballo del reino para llevarlo en la jornada.
“¡Cuida lo más importante y cumplirás la misión!” Le dijo el soberano al despedirse.
Así, el joven preparó su alforja, escondió el mensaje en el dobladillo del pantalón y puso las piedras en una bolsa de cuero atada a la cintura, debajo de la ropa.
A la mañana, bien temprano, desapareció en el horizonte. Y no pensaba ni siquiera en fallar. Quería que todo el reino supiera que era un noble y valiente muchacho, listo para desposar a la princesa. Además, este era su sueño y parecía que la princesa correspondía a sus esperanzas.
Para cumplir rápidamente su tarea, de vez en cuando dejaba la carretera y tomaba atajos que sacrificaban su montura.
Así, exigía lo máximo del animal. Cuando paraba en una posada, dejaba al caballo sin darle importancia, no le aliviaba la silla de montar ni la carga, tampoco se preocupaba por darle de beber o providenciarlo con alguna ración.
– Así, mi joven, terminarás perdiendo al animal – le dijo alguien.
– No me importa – le respondió él.
– Tengo dinero. Si este se muere, compro otro. ¡No me hará ninguna falta!
Con el pasar de los días y bajo tamaño esfuerzo, el pobre animal, no soportando más los malos tratos, cayó muerto en la carretera. El joven simplemente lo maldijo y siguió el camino a pie.
Sucede que en esa parte del país había pocas haciendas y eran muy distantes una de las otras. Pasadas algunas horas, se dio cuenta de la falta que le hacía el animal. Estaba exhausto y sediento. Ya había dejado por el camino todas las cosas, a excepción de las piedras, pues recordaba la recomendación del rey: “¡Cuida lo más importante!”
Su paso se volvió corto y lento. Las paradas, frecuentes y largas.
Como sabía que podría caer en cualquier momento y temiendo ser asaltado, escondió las piedras en el talón de su bota. Más tarde, cayó exhausto en el polvo de la carretera, donde quedó inconsciente.
Para su suerte, una caravana de mercaderes que viajaban a su reino lo encontraron y lo cuidaron. Al recobrar los sentidos, se encontró de vuelta en su ciudad.
Inmediatamente tuvo que ir ante el rey para contarle lo que había sucedido y, con el mayor descaro, puso toda la culpa del fracaso en la espalda del caballo “débil y enfermo” que recibió.
– Sin embargo, majestad, según me recomendaste, “cuida lo más importante”, aquí están las piedras que me confiaste. Te las devuelvo. No perdí ni siquiera una.
El rey las recibió de sus manos con tristeza y lo despidió, mostrando absoluta frialdad delante de sus argumentos. Abatido, el joven dejó el palacio devastado. En su casa, al sacarse la ropa sucia, encontró en el dobladillo de su pantalón el mensaje del rey, que decía:
“¡A mi hermano, rey de la tierra del Norte! El joven que le envío es candidato a casarse con mi hija. Esta jornada es una prueba. Le di algunos diamantes y un buen caballo. Le recomendé que cuidara lo más importante. Hazme, por lo tanto, este gran favor y verifica el estado del caballo. Si el animal estuviera fuerte y con vigor, sabré que el joven aprecia la fidelidad y la fuerza de quien lo auxilia en la jornada. Sin embargo, si pierde al animal y solo guarda las piedras, no será un buen marido ni rey, pues tendrá ojos solo para el tesoro del reino y no le dará importancia a la reina ni a aquellos que lo sirven.”
Comparo esta historia con el hombre que sigue su jornada tan preocupado por su exterior, esto es, su cuerpo, que lo guarda como si fuera oro, olvidándose de alimentar su alma y espíritu con el amor y con la Palabra de Dios. ¡Verdaderamente no cumplirá la misión, ya que no sabe guardar lo que es más importante!