Caio estaba exhausto, hacía semanas que no tenía un descanso. Andaba atareado con una infinidad de compromisos – visita a los orfanatos, hospitales, asilos, las actividades diarias en la iglesia, además del trabajo contable en la oficina, que también exigía mucho de él. Pero a pesar del estrés, a él le gustaba esa rutina. Le gustaba ser apreciado por lo que hacía.
Y de hecho Caio era muy dedicado y eficaz en el cumplimiento de las funciones que le eran atribuidas, y no se limitaba en hacerlo público. Siempre que tenía la oportunidad, se auto promovía y le mostraba a todos su sacrificio en pro del trabajo y de las acciones sociales en las cuales había participado.
Esto generaba cierta molestia en sus compañeros de trabajo, inclusive hasta en sus superiores que, aunque reconociesen su eficiencia, no sentían placer en elogiarlo por sus hechos, ya que él mismo se encargaba de esto.
Sin contar el desagrado que les causaba a los demás empleados, que terminaban sintiéndose disminuidos y desvalorizados frente a tanta presunción.
Sin embargo, él no sabía que el más perjudicado por su prepotencia era él mismo. Esa constante necesidad de reconocimiento y aprecio lo hizo perder reiteradas veces excelentes oportunidades de asumir cargos de liderazgo en la empresa.
La humildad es una de las características indispensables de un líder. Pero esto era algo que él desconocía.
* Lea también: Lo que el obispo Macedo habla sobre la humildad
Así son muchos cristianos. Están siempre en la iglesia, buscan a Dios fervorosamente, participan de los propósitos de fe, evangelizan, siempre están dispuestos a cooperar en lo que fuere necesario en la obra de Dios, pero, dentro de ellos, existe el síndrome del “Yo hago y se realiza”. Se consideran mejores que los demás y están absolutamente convencidos de que agradan a Dios, cuando en realidad están muy lejos de esto.
Hasta se sienten agraviados cuando ven a otra persona – que a sus ojos no es tan dedicada o “espiritual” – ser bendecida, mientras que la vida de ellos no sale de la rutina, a pesar de que se esfuercen tanto para esto.
Fue de esta manera que actuaron los hermanos de David cuando lo vieron ser ungido rey de Israel. Lo trataron con desprecio porque se creían superiores a él, y por lo tanto, más capacitados para el trono. Después de todo, David no era más que un pacato pastor de ovejas, mientras que ellos eran hombres de guerra, soldados del ejército del gran rey Saúl.
Lo que ellos no entendían – y muchos aún no entienden – es que Dios no ve como el hombre ve, el Señor ve más allá de las apariencias. Él mira lo que somos, nuestro carácter.
Lamentablemente, muchos aún han priorizado el hacer, en detrimento del ser. Pero así, como la fe sin obras está muerta, las obras realizadas por alguien cuyo corazón es orgulloso, altivo, lleno de envidia y malicia, tampoco tienen ningún valor.
David era humilde, íntegro, tenía un corazón puro y el deseo sincero de agradar – no a los hombres – sino a Dios. Virtudes que el Señor no encontró en los hermanos de David y no ha encontrado en muchos que dicen ser cristianos.
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