A causa de la vergüenza que cometer un error normalmente trae, buscamos evitar al máximo hablar sobre lo que sucedió. Lo que queremos es de inmediato dirigir nuestra atención hacia otras cosas. Y si alguien toca el tema, somos rápidos en defendernos, en echarle la culpa a otro y enseguida cambiar de rumbo la conversación. Es un mecanismo de autodefensa. Después de todo, quien es visto como el que falló normalmente no es favorecido socialmente.
Por eso, casi siempre la reacción inmediata del marido o de la esposa que es descubierto en adulterio o mintiendo, por ejemplo, es negarlo, aun con las evidencias más claras de que es culpable. Cuando no puede negarlo más, viene la próxima fase: buscar minimizar la culpa.
Claro, esto es un error quizás peor que el primero y altamente frustrante para quien fue alcanzado por él. Sí, pues ahora la persona no tiene que preocuparse solo por el dolor de la traición, sino también por el hecho de que la otra continúa mintiendo o no ve su error.
Aun siendo verdad que yo haya errado, sobre mí recaería mi error. (Job 19:4)
Pero algo liberador sucede cuando fallamos y nos armamos de coraje de hablar con alguien sobre lo que sucedió. La primera persona que Se dispone a oírnos, en cualquier momento y sea cual sea el error, es Dios. “Si confesamos nuestros errores a Dios, Él cumplirá Su promesa y hará lo que es correcto: perdonará nuestros errores y nos limpiará de toda maldad.” (1 Juan 1:9) Pruébelo. Si existiera un real arrepentimiento en una sincera conversación con Dios, Él quitará un enorme peso de su consciencia.
Sin embargo, en algunos casos usted necesita dar un paso más: hablar con otra persona al respecto. Necesitará sabiduría en esto. Salir hablando con cualquiera sobre un día haberse probado las medias finas de su esposa y que le haya gustado podría no producir el resultado deseado. Lo que usted necesita hacer es pensar si alguien se encaja en una de estas dos categorías:
1-Alguien a quien hirió o perjudicó con su error.
2-Alguien a quien respeta mucho y que reúne condiciones de oírlo sin juzgarlo y orientarlo sobre qué hacer al respecto.
Casi siempre es una buena idea hablar con alguien que no esté involucrado en el asunto para que lo ayude a decidir si debe hablar con alguien que sí esté involucrado – y cómo hablarle. Si usted no perjudicó a nadie con su error, menos mal. Pero si lo hizo, ¿cómo proceder?
No siempre es posible o prudente hablar con alguien a quien usted perjudicó. Pero siempre es posible, si quiere, hablar con alguien que puede como mínimo compartir su peso, oyéndolo sobre los errores de los cuales usted no habla con nadie más. Su padre o madre, un hermano más grande, quizás un amigo o pastor de su iglesia – alguien a quien conoce y en quien confía.
Lo que sucede es que uno se quita el peso de sí mismo, rinde cuentas de alguna forma, y recibe una nueva perspectiva de su error, a través de los ojos de quien está del lado de afuera. A veces porque estamos involucrados hasta el cuello en nuestro error no logramos juzgar bien la situación. Por eso, conversar con alguien puede ser liberador. Las mujeres lo saben bien. Los hombres pueden incluso saberlo, pero les parece más difícil de practicarlo. El orgullo no los deja. Sin embargo, los hombres inteligentes ya aprendieron a superar esto.
Si usted necesita ayuda extra para dejar de fallar o superar un error cometido, considere hablar con alguien al respecto. Se sorprenderá con cómo podrá ayudarlo.
Extraído Blog Obispo Renato Cardoso
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