La relación humana con el Espíritu de Dios es tan sublime y profunda que las palabras no la pueden explicar. Cada uno tiene que tener su propia experiencia para saber cuán glorioso es.
¿De qué sirve intentar describir el sabor de una determinada comida sin probarla, no?
Asimismo, es posible tener una vaga idea de esa gloria. Basta evaluar la relación conyugal, en que mujer y marido, dentro de los parámetros bíblicos, tienen placer. Placer que firma la alianza del altar; que estimula la amistad, la sociedad y fortalece la unión; que no mancha la conciencia y ayuda a perseverar en la fe.
Pues es. El fruto de esa relación hace a los dos sonreír y decir: “¡Ahhhhhh! ¡Que momento!”
Imagine la penetración del Espíritu Santo en el cuerpo humano. El placer es indescriptible.
En Pentecostés, los discípulos quedaron tan felices que hablaban lenguas extrañas. Íntimamente, todos decían: “¡Ahhhhhh! ¡Que Día!”
Vamos hacer el ayuno de Daniel por el derramamiento del Espíritu Santo, el día 1 de agosto, y tener el placer de cantar: “¡Ah! ¡Que Día!”