Mi fondo del pozo comenzó cuando fui presa, solamente después de quince días tuve la primera visita de mis hijos que, por coincidencia, fue el día de la madre. En esa época, uno tenía seis años y la otra tenía doce años. Mi hija llegó, me dio un abrazo y me dijo: “Feliz día de la madre”. Me dio un libro y completó diciendo: “Mamá, lee. Me lo dieron unas obreras que están afuera, y sabes que es lo único que se puede entrar aquí, no tengo cómo traerte regalos.”
En el mismo instante mis ojos se llenaron de lágrimas, y pensé: “No voy a soportar estas visitas, esta prisión, estar lejos de mis hijos”. Y ya comencé a tramar en mis pensamientos cómo haría para matarme, apenas la visita terminara.
Seguí con la visita normalmente y con el sufrimiento de ver a mis hijos pasando por aquel lugar de gemido y dolor. Aquello me alimentaba cada vez más de coraje para matarme apenas ellos se fueran. Más rápido de lo que nos imaginábamos, la visita llegó a su fin, a las 15 h, fue una desesperación. Los niños se fueron llorando mucho y a mí me encerraron en la celda.
Fue entonces cuando me senté en la piedra (cama), bajé la cabeza entre las piernas y tuve la certeza de que lo mejor sería la muerte. Comencé a preparar las telas para hacer la “teresa” (un tipo de cuerda), así, cuando mi compañera durmiera, yo ya tendría todo listo para ahorcarme.
En medio de las sábanas que mi hija había dejado, estaba el libro. Con mucho cariño lo agarré y le di un abrazo, como si estuviera abrazándola. Era todo lo que quería en ese momento, y recordé que mi hija me había pedido que lo leyera, pues un día el obispo Macedo había estado preso injustamente y Dios le había dado la victoria, y me la daría a mí también, ya que había sido apresada solamente por ser la mujer de un delincuente, no por haber cometido algún delito.
Esas palabras me martillaban en la mente, poniéndome en duda si debía matarme o no. Continué haciendo la horca, pero cada vez que miraba el libro recordaba lo que mi hija había dicho – valía la pena leerlo. Cuando terminé todo, mi compañera todavía no se había dormido, entonces, en la duda entre el suicidio y leer el libro, decidí leerlo.
En ese momento, sorprendentemente, cuando me di cuenta, ya habían pasado cinco horas leyendo, y no existía más en mi corazón el deseo y el coraje de matarme.
Después de seis meses recluida, fui juzgada y absuelta (fue probada mi inocencia), tuve un encuentro con Dios. Hoy soy una de las evangelistas de la cárcel y tengo placer en donarles libros a los familiares de los detenidos. Yo soy la Universal.
Silvia Ramos da Silva