Elí fue profeta durante 40 años y tenía dos hijos. Él conocía bien la Voluntad de Dios, pero conocía también los errores de sus hijos. Ellos despreciaban a Dios tocando las ofrendas y los sacrificios del pueblo, y eso era un pecado muy grave ante los ojos de Dios.
Además de eso, vivían en la prostitución, comprometiendo, así, la Salvación de muchas personas, por causa del pésimo testimonio que daban. Elí los reprendió, pero solamente de manera superficial.
Con la autoridad de profeta y de padre, Elí debería haber colocado el dedo en la herida de ellos, condenando el robo, la prostitución, el mal testimonio y alertándolos de que, si seguían estas prácticas, iban a ser llevados al infierno.
Muchos predicadores hablan también de manera superficial, con miedo de perder miembros. Trabajan solamente para ganar a las personas para la iglesia y no para ganarlas para el Reino de los Cielos.
En el caso de los hijos de Elí, la situación duró hasta la llegada de un hombre de Dios. Elí era profeta, pero hubo necesidad de que viniera un hombre de Dios para que hablara la verdad que el profeta ya conocía muy bien.
Por eso, por intermedio de Su siervo, Dios condenó las actitudes de los hijos de Elí. Pues no aceptaba que Elí honrara más a sus hijos que a Él.
Una de las características del hombre de Dios es hablar la verdad, cueste lo que cueste, le duela a quien le duela. Ese hombre de Dios hizo lo que el profeta no había hecho, colocó el dedo en la herida. Habló la verdad sin vueltas.
“… porque Yo honraré a los que Me honran, y los que Me desprecian serán tenidos en poco.”, (1 Samuel 2:30).
Honramos a Dios no con palabras, sino con actitudes, con nuestro carácter, cuando vivimos en la verdad.
Honramos a Dios cuando Él es el Primero en nuestras vidas. Honramos a Dios cuando desagradamos a todos, incluso a nosotros mismos, solo para agradarlo.
Resultado de todo eso: los hijos de Elí murieron y él también.
Murieron los indisciplinados y también aquel que no los disciplinó.
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