Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto; y Se transfiguró delante de ellos, y resplandeció Su rostro como el sol, y Sus vestidos se hicieron blancos como la luz. Mateo 17:1-2
El Señor Jesús llamó a los discípulos en particular al Monte Hermón porque lo que iba a ocurrir entre Él y los tres era algo muy íntimo. Así también debe ser la entrega de la persona en el Altar. Es una separación de todo y de todos, algo íntimo, algo particular entre ella y Dios, sin interferencia de nada ni de nadie.
Jesús sabía lo que iba a suceder en el Monte y, como siempre, Él estaba consciente de que ese sacrificio de subir al alto Monte sería válido.
Todos deben tener esa misma consciencia para comprender que es necesario un despojo total, una entrega completa de la vida para el recibimiento del Espíritu del Altísimo, pues esa fe sacrificial es el camino que lleva al candidato al bautismo con el Espíritu Santo al Altar.
Cuando el Señor Jesús fue transfigurado, Él quería mostrarles a los discípulos lo que sucedería con ellos y con todos los que fueran bautizados con el Espíritu Santo. El rostro de Jesús brillaba como el sol y Su vestido se hizo blanco como la luz, o sea, un cambio por dentro y por fuera. Y es eso lo que sucede con la persona cuando es bautizada con el Espíritu Santo, existe un cambio radical en su interior y también en su exterior.
¿Y cuánto cuesta eso? ¿Eso tiene precio? No, ¡no tiene precio!
Su valor es incalculable por tratarse de vida, y una vida no tiene precio.
La propuesta de este Ayuno de Daniel es la transfiguración, la transformación completa. Por eso, el 11 de octubre, los hombres de Dios estarán determinando desde lo alto del Monte Hermón que todos aquellos que creen sean revestidos de poder y transfigurados.
¿Usted cree? Quien cree estará, en espíritu, en el Monte Hermón.