Una vez más, en un período de 5 minutos, él miraba la hora. Son las doce y catorce minutos. Hace 5 minutos eran las doce y nueve minutos. Pero, aún así, él esperaba que esos 5 minutos hubiesen durado más y que fuese más tarde.
Estaba sentado cuando eran las doce del mediodía y nueve minutos. Ahora, a las 12 y catorce minutos, está de pié, con las manos en el bolsillo de adelante del pantalón y la cabeza erguida, con los ojos fijos en el techo.
A las doce del mediodía y diecinueve. Sí, él miró la hora una vez más y con más precisión. Los 5 minutos lo persiguen. Ahora, aún de pie, él está apoyado en la pared, de brazos cruzados. Los ojos observan el piso blanco e impecable de la sala de espera. Una espera que lo corroe cada minuto. “¿Ella estará bien?” – piensa.
“¡Si me quedo aquí, voy a enloquecer!” Y para prevenir un ataque de ansiedad, decide caminar por el pasillo del hospital. Nada de lo que ve es inusual para el lugar y la hora. Personas con uniforme blanco caminando hacia todos lados. Algunos empujando camillas, otros con carpetas y papeles en las manos, y otros llevando jeringas y sueros. Al continuar caminando mira la hora una vez más. Son las 12 y 26 minutos. Mientras camina, puede oír claramente los sonidos del hospital, tampoco nada inusual: teléfonos que suenan, personas hablando y algunos enfermeros, tal vez en un momento de recreo, bebiendo café o riéndose a carcajadas. “Me gustaría reírme también. Aunque sea por locura, pero reír, reírme mucho”, divagó.
Continúa caminando por el pasillo y ve una puerta abierta. Allí adentro las luces son débiles y amarillas. Media docena de bancos, de madera oscura, llenan el lugar. Es una capilla. Él, modestamente, entra. Se sienta en el cuarto banco y apoya los brazos adelante. Sin entender cómo y por qué, comienza a hablar. Hablaba con Dios, pero en el momento no lo percibió. Dijo, en el comienzo, aquellas palabras que todo el mundo dice en los momentos de dificultad: “¿Por qué Señor dejas que esto suceda?, ” ¡es injusto!”, “Soy un buen cristiano, no le hago mal a nadie.” “¿Por qué?”; y cosas de ese tipo.
Rápidamente, notó que era inútil continuar. Estaba haciendo preguntas que no tenían respuestas satisfactorias. “¿De qué me sirve saber el por qué?” – se cuestionó.
Las oraciones no cambian, en nada, la existencia o el poder de Dios. Cuando oramos, Él no se siente mejor, no se hace más fuerte, no se vuelve más Dios. Si ningún ser humano abriera la boca para dirigirle la palabra a Dios, Él continuaría siendo Dios. Y punto. La oración tiene poder para cambiarnos. Puede hacernos más fuertes. Puede hacernos entender las cosas, hacernos mejores. Él se dio cuenta que aquellas palabras no estaban haciendo eso.
“Disculpe. ¿Podemos comenzar nuevamente?” – dijo. Claramente podría. Y recomenzó. Las palabras ahora salían más apacibles. No las usaba para apuntarle el dedo a Dios, exigiéndole respuestas. Ahora, comenzaba a pedir ayuda. Ahora, se humillaba y reconocía su ignorancia y pequeñez. Ahora, ponía su ansiedad y dudas en Sus manos. Las lágrimas y emociones ya no significaban nada. Ahora sí, oraba verdaderamente. Él no sabe cuánto tiempo se quedó allí. Pero se quedó hasta que cada palabra fuese dicha, cada miedo fuese colocado en las manos de Dios y cada duda arrancada de su pecho. Salió de allí confiado. Él caminaba de vuelta a la salida hacia la sala de espera. Las manos en los bolsillos del pantalón de jean. Una sonrisa relajada en la boca. Él no miró la hora.
Y usted, ¿se preocupa con el tiempo que gasta para cada cosa que hace? ¿Y cómo está su tiempo con Dios?
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