A los 14 años, Ariel empezó a consumir alcohol. “Luego, los chicos con los que me juntaba en la calle me hicieron conocer la marihuana y la cocaína. A los 16, dejé los estudios y empecé a trabajar porque quería tener dinero para ir a los boliches y consumir”, relata. Los años pasaban y su realidad seguía igual. Él recuerda: “Conocí a mi pareja y me casé pensando que eso me cambiaría, pero el matrimonio fue un tormento. Pasó el tiempo, tuvimos una hija y la situación empeoró. Las dejaba y me iba por varios días. En ese entonces, consumía cocaína las 24 horas, en el trabajo, en mi casa, no me importaba el lugar”, detalla.
Los vicios destruían su economía. Ariel admite: “Cuando cobraba mi sueldo, calculaba para cuántos gramos de cocaína me alcanzaba. No pensaba en mi familia, no me importaba si comían o si tenían un techo, siempre nos echaban por no pagar el alquiler. No era un padre presente ni un esposo que sustentaba a la familia”. “Mi señora sostenía económicamente el hogar. Cuando volvía, le sacaba el dinero o artefactos de la casa. No me importaba nada. Después le pedía perdón, me arrepentía, pero pasaba un tiempo y volvía a hacer lo mismo”, cuenta con dolor.
Su realidad empeoró cuando conoció el crack y la pasta base. Él detalla: “Ya no me importaba nada ni siquiera mi higiene, andaba sucio, pasaba 5 días sin bañarme, con la misma ropa, durmiendo en las calles”. Los lazos familiares se deterioraban aún más. “Cuando llegaba a mi casa, mi hija se metía adentro de un ropero debido a las discusiones. Me tenía miedo porque llegaba alcoholizado y drogado”, recuerda Ariel.
Su estilo de vida lo llevó a la delincuencia. “Una madrugada en la que no tenía dinero, robé y caí preso. Me condenaron a 3 años de prisión. Salí de la cárcel y volví a la misma vida. Tenía deseos de suicidarme”, detalla y agrega, con lágrimas en los ojos: “Comía de la basura, no quería gastar dinero en comida, sino que lo quería para seguir consumiendo. Me preguntaba: ‘¿Qué diría mi madre si me viera?’. Entonces dije: ‘Hasta acá llegué’”. “Mi señora me invitó a ir a una reunión de la Iglesia Universal. Fui y salí de allí sin el deseo de terminar con mi vida. Empecé a asistir semanalmente. Hablaba con Dios y Le decía que no quería vivir más en ese infierno. Ya no deseaba lastimar a nadie, necesitaba ser diferente”, cuenta.
La transformación se reflejó en cada área de su vida: “No volví a tomar más ni una lata de cerveza ni a consumir drogas, mi manera de pensar cambió, las discusiones con mi esposa desaparecieron. Pedí perdón a las personas que había lastimado, como mi madre, mi señora y mi hija. Cambió mi carácter, mi forma de pensar y de ver las cosas. Mi visión se amplió, empecé a trabajar de manera independiente y tengo más tiempo para estar con mi familia”. “Mi hija ya no me tiene miedo, al contrario, no quiere separarse de mí. Antes no teníamos para comer, hoy podemos hacerlo donde queramos. En otro tiempo andaba sucio, con las zapatillas rotas, pero hoy puedo pasar por una tienda y comprar un par sin preguntar el precio. De sentir odio por mí mismo, de mirarme al espejo y sentir deseos de quitarme la vida, pasé a ser feliz. Dios me dio la posibilidad de nacer de nuevo, fue algo extraordinario e incomparable”, concluye.
Asisten a la Iglesia Universal ubicada en Boulevard Bs. As. 457, Monte Grande, Buenos Aires.
Si estás sufriendo con vicios, o tu familiar está en esta situación, podes acercarte al Templo de los Milagros, los domingos a las 15 h, donde realizamos la reunión de «Los Vicios tienen Cura«.