Cuando fallamos, nuestro orgullo nos apoya; y cuando tenemos éxito, él nos traiciona.
– Charles Caleb Colton
Orgullo. Incluso la palabra suena como si fuera mejor que las demás. Es por él que nos equivocamos al no querer preguntar a quién sabe más que nosotros. Es por él que desobedecemos reglas que no entendemos por pensar que sabemos más que quien las creó. Él nos hace tropezar, perder relaciones e insistir en el error.
Y a pesar de que solamente nos hace mal, nos apegamos a él como un náufrago a un pedazo de tabla.
Tal vez sea porque el orgullo nos ciega respecto a su existencia en nosotros. No logramos ver, por más claro que esté, que está estampado en la altivez de nuestra mirada, en la soberbia de nuestra nariz, en el desdén hacia otros que transpira de nuestro lenguaje corporal, en el diálogo interno que siempre nos exalta y subestima a cualquier persona que no sea “yo”.
Solo por un milagro el orgulloso puede ser libre de su maldición.
Pero el libramiento no viene con el toque de una barita mágica. Suele venir a través de humillaciones que Dios permite que el orgulloso pase para que él, tal vez, se quebrante y aprenda la humildad.
Tal vez.
Extraído Blog Obispo Renato Cardoso
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