Cuando una persona solo piensa en sí misma, se vuelve injusta, egoísta e insoportable. Eso es mucho más común de lo que parece, a causa de una realidad de la cual no podemos huir, la de que nosotros solo habitamos nuestro cuerpo. Yo solo siento mi piel, es decir, no siento la de nadie más; solo estoy en mi cuerpo; y solo logro ver con mis ojos y escuchar con mis oídos.
El Señor Jesús enseña, en el segundo gran mandamiento, a hacer por el prójimo lo que nos gustaría que él hiciera por nosotros, exactamente para forzarnos a pensar en el prójimo como pensamos en nosotros mismos. Sin embargo, el hecho es que, cuando solo pensamos en nosotros mismos, nos volvemos insoportables.
Job, por el hecho de haber sido justo a sus propios ojos y por la ira de Eliú, se justificaba a sí mismo más que a Dios. ¿Cuántas personas llevan a Dios al tribunal en el que ellas son el juez? Ahí podemos entender por qué Dios permitió que le sucediera todo eso a Job, para que curvara su cabeza un poquito y se quebrantara. De la misma manera, la persona “santita” tiende a justificarse y a pensar que los demás son los que están equivocados. En su exceso de justicia, termina siendo injusta, vanidosa y orgullosa. Entonces, ¿qué se debe hacer? Primero, es necesario entender que ser así hace que las personas se alejen de uno.
¿Cuál es el antídoto para no caer en esta trampa? Pedirle a Dios humildad. La palabra humildad viene de la palabra “humus”, que significa tierra, la tierra mezclada con restos de animales y plantas, usada para fertilizar un jardín. La palabra humildad proviene de ese material porque significa resto, la tierra es el polvo, es decir, lo que sobra. Nosotros también somos ese material, por eso, cuando morimos, volvemos al polvo.
Formamos parte de un mundo con más de ocho mil millones de personas, y lo máximo que podemos hacer es nuestra parte. Cuando empezamos a ser humildes, empezamos a encontrarle sentido a la vida y entendemos que nuestra existencia no debe hacer la vida de los demás más difícil.