Agar siempre fue la segunda, la otra, la apagada, la que sirve a los que tienen poder para hacerla servir. Sin embargo, nada de eso le impidió que pusiera a su hijo sobre un pueblo entero.
Nacida en Egipto, Agar siguió a Abraham por donde el hombre iba. No porque tuviera algo con él, sino por tener algo con su esposa. Como era común en aquella época, Sarai era la señora de Agar y, como señora de una mujer, también era señora de cualquier hijo que ella tuviera.
Fue así que Agar entró definitivamente en la vida de Abraham y en la historia. Como no conseguía tener hijos, Sarai le dio su sierva al esposo y, luego de 9 meses, nació el primogénito de Abraham, aquel que cumpliría las promesas hechas por Dios mucho tiempo antes.
Agar pasó de ser sierva a ser madre del heredero de la casa y se dejó influenciar por la sensación de poder. Despreció a Sarai y fue castigada por eso. Humillada, huyó embarazada lejos de allí. “Vuélvete a tu señora, y ponte sumisa bajo su mano. Multiplicaré tanto tu descendencia, que no podrá ser contada a causa de la multitud. He aquí que has concebido, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Ismael, porque el Señor ha oído tu aflicción.”
Eso fue lo que le prometió el Ángel que la encontró por el camino. Y Agar volvió.
¿Cuál es la madre que delante de la dificultades no se sacrifica por su hijo? Agar era una sierva pisoteada por Sarai y creyó que huir de allí era lo mejor para ella y para su niño. Se lanzó sin nada al mundo, que la condenaría por ser una madre soltera; quiso lo mejor para ella y para su bebé.
Creyendo en lo que el Ángel le dijo, no obstante, aceptó ser humillada nuevamente, por el bien de su niño.
Cuando Ismael tenía 14 años de edad, nació el segundo hijo de Abraham, pero esta vez del vientre de Sarai, ya rebautizada como Sara. Como niño que era, Ismael se burlaba del nuevo bebé y eso no le gustaba a Sara.
El enojo de la señora de la casa se transformó en una actitud de la forma más dura posible: en el medio de una madrugada, Abraham echó de su casa a Agar y a Ismael. Solo con un pan y un odre de agua, ella salió errante por el desierto.
El dolor de ver al niño en aquella situación casi muerto fue tanto que Agar llegó a dejarlo solo para no verlo morir. Se sentó distante de él y, una vez más, el Ángel la llamó desde el cielo.
“Levántate, alza al muchacho, y sostenlo con tu mano, porque yo haré de él una gran nación.”, le dijo.
Todas las madres actuarían como Agar actuó. Aunque el dolor y el miedo le consumieran célula por célula de su cuerpo, resistió. ¿Cuántos desiertos no son atravesados por las madres hoy en día? Viendo a sus hijos sufrir de sed de fe, sin tener qué comer o sin tener esperanzas en la vida, ellas aún dan todo de sí mismas para que ellos sobrevivan y, en algún momento, encuentren a Dios y sean salvos.
La promesa del Ángel fue cumplida, Ismael se convirtió en el patriarca de uno de los mayores pueblos del mundo, pero todo fue hecho por las manos de su madre.
(*) Génesis 16 – Génesis 21.
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