Después de tantos años de sucesivos escándalos de corrupción, la sociedad brasileña está cansada de tanta bajeza. Nadie soporta más tanto desvío de dinero público.
Sin embargo, más allá del perjuicio a los cofres públicos, de la falta de pudor de los políticos que no honran la confianza depositada en ellos, hay una pérdida mucho mayor y que podrá comprometer de modo aún más grave y profundo el futuro de nuestro país. Es cierto que la corrupción no es un privilegio solo de los políticos brasileños. Una encuesta de 2014 señaló que, en Europa, se escurren a los bolsillos de los ladrones de traje y corbata, por año, casi R$ 390 mil millones. Es mucho dinero, pero hace que los corruptos del Viejo Continente parezcan pasantes en comparación a nuestros corruptos de verde y amarillo.
Según lo estimado por la Federación de las Industrias del Estado de San Pablo (FIESP) del año 2010 – o sea, que ni siquiera alcanza a los recientes y multimillonarios desvíos de Petrobrás, de la compra y mantenimiento de trenes en San Pablo y del plan de anulación de deudas tributarias de grandes empresas – la corrupción puede estar robándose hasta el 2,3% del Producto Bruto Interno (PBI) de Brasil anualmente. Simplificándolo: de cada R$ 100 que los empresarios y los trabajadores brasileños producen, cerca de R$ 2 van a las manos sucias de un corrupto.
Hay quien defiende que Brasil no es más impúdico que en el pasado, y que hay solo una mayor vigilancia y más divulgación de los malos hechos.
Quizás eso también esté ocurriendo. Las instituciones están funcionando con mayor rigor. El poder Judicial, el Ministerio Público, los policías, cada cual ha dado sucesivas demostraciones de eficiencia y admirable obstinación. ¿Cuándo en nuestra historia tuvimos tantos políticos y ricos empresarios detrás de las rejas?
Incluso en el ámbito de la Presidencia de la República y de muchos gobernadores e intendentes, o en el Poder Legislativo – del Congreso Nacional a las Cámaras Municipales – se puede ver una sincera disconformidad con tantas noticias de desvíos. Las leyes más duras han sido aprobadas, los nuevos mecanismos de control fueron implementados.
Sin embargo, es un enredo ya conocido. Cuando una nueva denuncia sale a la luz, se sigue la actuación severa de alguna autoridad. Después de los titulares escandalosos, vienen las declaraciones indignadas de políticos y columnistas. Más investigaciones, nuevas revelaciones explosivas. Alguien es llevado preso, y enseguida lo dejan en libertad. Nuevas leyes son aprobadas a las apuradas, hasta que todo caiga en el más ensordecedor olvido.
Estos corruptos de la moda, que están por allí, participando descaradamente el noticiero y revelando desvíos de la mayor empresa estatal brasileña, un día serán juzgados. Los inocentes serán absueltos y los culpables serán condenados.
Todo eso sirve a nuestro presente y a un justo, pero momentáneo, sentimiento social de venganza.
Pero lo que nos preocupa no es solo la cantidad de dinero que los políticos y los empresarios están robando, tampoco la pena que merecerán cumplir.
Lo más cruel, el mayor crimen que están cometiendo, y que ni siquiera el más obstinado magistrado logrará restaurar para el pueblo brasileño, es nuestro futuro. ¿Qué país tendremos después de tantos malos ejemplos? ¿Qué tipo de empresarios, políticos y funcionarios públicos podemos esperar?
Generación tras generación, los brasileños se van acostumbrando a la banalización de tanta inmoralidad,
Tal como un cáncer social, la corrupción se esparció como la enfermedad que contamina y mata las células saludables, sustituyéndolas por otras corrompidas.
Así, los buenos contratistas son despreciados por empresarios corruptos en licitaciones fraudulentas. Los buenos políticos les dan lugar a ladrones sustentados por el desvío de dinero público. Los empleados honestos no logran progresar en la carrera porque son sustituidos por otros que se venden.
Este es el ejemplo perverso que estamos pasándoles a los jóvenes, a los estudiantes.
¿Qué tipo de ciudadano anhelará participar de elecciones a partir de ahora?
Tenemos que asumir urgentemente un compromiso con nuestro futuro. Necesitamos firmar un acuerdo con nuestros hijos, con nuestros nietos y con los hijos de estos que, un día, asumirán nuestro país.
Vamos a valorar a los buenos políticos y a premiarlos con más votos.
Vamos a apoyar a las empresas que respetan las reglas del mercado y las leyes, haciéndolas prosperar y crecer aún más.
Necesitamos exigir que los funcionarios públicos honestos puedan ascender en sus carreras, de acuerdo con sus propios méritos y competencia.
La historia juzga a las civilizaciones por su herencia, por lo que dejan de legado para las futuras generaciones.
Si no repensamos inmediatamente el modo como tratamos el dinero público, nosotros, los brasileños, no sentiremos ningún orgullo del veredicto reservado para nuestra conducta en estos primeros años del siglo XXI.