Pedro era uno de esos chicos con los que es difícil lidiar, y siempre armaba pelea sin motivos con alguien. En casa, con los hermanos más chicos, se quejaba, discutía cada vez que ellos simplemente entraban en su habitación sin golpear la puerta. Y en la escuela, por lo tanto, el alboroto nunca cesaba.
Una vez, en el intervalo entre una clase y otra, Pedro empujó a un chico y lo insultó:
– ¡¿Estás ciego, “torpe”?! ¿No estás viendo mi pie? Preguntó a un chico distraído.
El chico solo lo miró y le pidió disculpas por su distracción.
No conforme con eso, Pedro le repetía malas palabras al chico, que salió cabizbajo.
Días después, Pedro sufrió un terrible accidente de tránsito. A la noche, mientras todos en su casa dormían, él tomó el auto de sus padres y salió sin avisar.
En consecuencia, pasó un semáforo en rojo y golpeó de lleno en un vehículo que iba en sentido contrario.
Pedro estaba agonizando, y el cuerpo en medio de los hierros hacía su situación aún más complicada. El auto chocado se dañó un poco, pero el conductor no permaneció allí para ayudarlo.
Sangrando mucho, Pedro ya sentía una sensación mala de desmayo y frío, y una película de su vida pasaba por su mente. En ese momento, él comenzó a pensar en su familia, en su intransigencia con la gente cercana, en su rebeldía y en la manera grosera en que trataba a las personas.
Fue en ese momento que comenzó a llorar, imaginando su muerte en pocas horas o quizás minutos, en un lugar desierto y sin nadie para socorrerlo. Él ya no sentía más sus piernas y brazos, y el dolor en su cabeza era enorme.
Fue cuando miró por el espejo retrovisor y vio a un hombre muy tranquilo acercándose. Pedro lo miró y comenzó a llorar. Y antes de que pudiera decir alguna cosa, el hombre lo consoló con tranquilidad:
– No se preocupe, mi muchacho, vas a estar bien.
En seguida, con mucha dificultad, intentó retirar algunos hierros retorcidos que sofocaban al chico. Después, llamó a emergencias y a una ambulancia.
Pasados algunos días, Pedro se recuperó bien y recibió la visita de algunos amigos de la escuela. Él contaba su mala experiencia a sus compañeros cuando se sorprendió al ver entrar en su habitación al chico a quien él había insultado en la escuela.
“Él debe estar aquí para reírse de mí”, imaginó Pedro. Pero, para su espanto, el chico solo quería saber si estaba bien. Pedro, entonces, comenzó a hablar del hombre que lo había ayudado, y le pidió a su papá que le trajera información de él – al final, después del accidente, no logró ni siquiera agradecerle. Quería hablar con quien lo tranquilizó en el momento en que más lo necesitaba.
Fue entonces que el chico del colegio le dio la noticia:
– El hombre que te ayudó es mi papá, y murió cuando entraste en el hospital. Él tenía problemas cardíacos, por eso no podía hacer esfuerzos. Él sabía eso, pero aún así no le importó salvar tu vida. Yo vine aquí a visitarte porque, en cierta manera, mi papá continúa vivo en ti.
En ese momento, Pedro aprendió que, aún sin merecerlo, logró que lo salvara alguien que dio su propia vida por él – el padre de su compañero de escuela a quien había maltratado. Y entonces decidió que, exactamente por eso, se esforzaría al máximo para volverse una persona mejor, como reconocimiento al esfuerzo de una persona que murió sin siquiera conocerlo.
Para reflexionar
¿Usted ha reconocido el esfuerzo de Jesús para salvarlo? ¿Y ha comprendido que, en realidad, lo que le importa a Él no es lo que usted es, tiene o hace, sino la intención de su corazón en querer cambiar?
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