La fama se la llevan los italianos, pero en realidad fue en China a 3 mil años atrás, donde se descubrió que la nieve podía servir para algo más que para conservar los alimentos. Precisamente, una bola de nieve con un chorrito de limón fue el primer sorbete.
El helado comenzó siendo una simple fruta con un poco de hielo, como le gustaba tomarlo a Alejandro Magno o a Nerón, y se ha convertido en toda una caja de sorpresa para los cocineros de prestigio. El encargado de iniciar el viaje del helado fue Marco Polo, que lo trajo a Europa: de ahí que les llamemos polos a los helados con palo. Sin embargo, fueron los reyes, los privilegiados que durante mucho tiempo lo degustaban en exclusiva, los que consiguieron que el helado viajara a Francia, Italia, Inglaterra. En cada país, la receta cambiaba: los franceses introdujeron el huevo, en la corte inglesa se empezó a experimentar con leche (aunque a manos de un cocinero francés) y los italianos lo hicieron popular.
Los estadounidenses llegaron tarde, pero supieron dar en el clavo. En 1846, Nancy Johnson creó la primera heladora automática. Fue el comienzo de los helados industriales, que le fueron comiendo terreno a los artesanos, pero allá donde hay un cartel de “helado artesanal” dobla con diferencia las miradas de los golosos. En la textura, en la calidad y en los nutrientes se nota la diferencia. Cualquier buen artesano dirá que el helado es tan sano como cualquier otro alimento.