Mantener un objetivo hasta el fin no es fácil. Principalmente cuando este objetivo es espiritual; es decir, cuando se trata de la mayor conquista que una persona puede tener: la salvación.
Me acuerdo de los días en que mi padre me agarraba del brazo -literalmente- y llevándome de vuelta a casa, me amenazaba con pegarme y arrastrarme por el pelo, delante de todo el mundo. Todo eso era una estrategia para mantenerme lejos de la iglesia. Indignada, regresaba a casa llorando. Y así permanecía durante varios días, hasta poder lograr “escapar” de él, nuevamente, sin ser descubierta.
Cuando ese periodo de tribulación pasó, y mi padre comenzó a ver un cambio verdadero en mí, las persecuciones pararon. Fue entonces cuando caí en un error que, en mi opinión, es bastante arriesgado: comencé a pensar que nunca más pasaría por nada de eso de nuevo. ¡Tremendo engaño!
Como estudiante de periodismo, convivo con muchas personas supuestamente intelectuales, estrictamente críticas y cultas. De hecho, algunas lo son realmente. Son personas inteligentes, que absorben y resuelven cualquier tema con mucha facilidad. El del momento, es la rivalidad entre Record y Globo.
Desde que la persecución global comenzó, no fue y no es solamente al Obispo Macedo que ella alcanza, sino que afecta a cada miembro que fielmente considera poseer la sangre Universal corriendo por sus venas. Estos, con toda seguridad, deben estar sintiendo en la piel el regreso de las tribulaciones pasadas.
Es exactamente así que me estoy sintiendo. En el aula en la que estudio, casi todos saben que soy de la Iglesia, además de eso, incluso saben que soy obrera. En medio de las discusiones y los debates sobre las emisoras, surge la figura de la Iglesia Universal. Mis compañeros y profesores, no miden esfuerzos para desahogar toda la rabia que sienten en contra de la Universal. Quedo en medio del fuego cruzado, donde las balas van en una sola dirección: hacia mí. No es que ellos quieran afectarme; pero es imposible para mí, que me considero hija de la iglesia, no sentirme alcanzada.
En el trabajo por ejemplo, me llaman “Obrera del mal”, que solo sirvo para “sujetar las bolsas de dinero” y que también aprendo en la iglesia a robar. Alertan, inclusive, a otros empleados a cuidarse de mí para que no los perjudique, y tampoco otros obreros que trabajan junto conmigo en esta misma institución. Tenemos nuestros nombres expuestos y somos escarnecidos sin motivo. Al contrario, nunca fueron maltratados por nosotros; y nunca nos vieron enojados. Tal vez eso sea lo que más lo enoja: nos instigan, pero nunca nos ven tomar represalias.
En la facultad, me señalan con el dedo, murmuran, se burlan, se hacen eco de frases de acusación, como: ¡Tú eres de allá!, como si yo estuviese haciendo algo malo. El Obispo Macedo, en su versión es: “Aquel tipo…”; los milagros son ridiculizados y la fe en Jesús es una locura para ellos. Pero lo peor de todo eso es tener que mantenerme callada.
Uno de estos días, en la clase, me sorprendí temblando, delante de tanta indignación y enojo. Durante algunos minutos pensé en expresar mis verdades también, así como ellos estaban exponiendo las “suyas”. Pero fue allí que me acordé de los días de tribulación que mi padre me hizo pasar. En aquellos momentos, la voluntad que tenía era desobedecerlo (lo confieso), sin embargo, acababa logrando ser consolada por Dios.
En esos casos, lo mejor realmente es dar la otra mejilla para que nos abofeteen. Haciendo así permitimos que se muerdan la lengua y traguen su propio veneno… ¡solos!
No es fácil, es verdad, ¡¡tenemos que tragarnos el sapo de piernas abiertas, sintiendo sus patas arañando nuestra garganta!! ¡No es fácil escuchar hablar mal de nuestra propia “madre” y no poder hacer nada! Es difícil. Pero creo que es eso lo que fortalece nuestra fe. Esas persecuciones sin sentido sirven para que maduremos y tengamos más intimidad con Dios. Y esa intimidad nadie nos la puede arrancar, por más que traten de hacerlo.
En este momento, escribo con lágrimas en los ojos porque sé que si no hubiera resistido aquella primera tribulación, tal vez hoy no estaría más aquí. Seguramente no. Lo que me consuela y me hace ver el valor de pertenecer a una Iglesia tan perseguida y víctima de injusticias es saber que existen millares de personas necesitando mi ayuda. Necesitando recibir aquello que yo les pueda pasar: fe y perseverancia. No hay nada más gratificante después de todo esto, que recibir un abrazo de alguien que logró resolver un problema. Ahora sé que por ese motivo Dios permite las tribulaciones.
Tal vez Dios quiere “probar” si de hecho somos de Él, si nuestra fe esta en Él o si Le vamos a dar la espalda con la tempestad pasajera. Yo tengo el ADN Universal y lo tendré hasta el fin. Y usted, ¿se avergüenza de su fe o la asume con orgullo? El momento de mostrarlo es ahora.
¡La mejor bofetada es aquella que se da sin la mano!
¡En esa fe, venceremos!
Un gran Abrazo