Tal vez, este es el asunto de menor complejidad para entender, sin embargo, es el más difícil de realizar. No es que sea de difícil acceso, sino que lo que normalmente ocurre es que las personas están más preocupadas con los dones del Espíritu que con el ejercicio constante de una vida que refleje el carácter de Dios.
Está claro, que, tratándose de frutos espirituales, logramos manifestarlos hasta con cierta facilidad a las personas que están lejos de nosotros o con quien mantenemos una relación esporádica. Mientras que eso no sucede con los que viven con nosotros y presencian constantemente nuestras actitudes. Para ellos, la cosa se vuelve bastante difícil, y, a veces, incluso imposible.
El fruto del Espíritu es algo exigido naturalmente, no solo por Dios y las demás personas, sino sobre todo por nuestras propias conciencias, que siempre están con las “antenas” encendidas para registrar cualquier error. El fruto del Espíritu es imperativo en la vida de cada seguidor del Señor Jesús, pues Él mismo dijo que seríamos conocidos por el fruto: “En esto conocerán todos que sois Mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.”, (Juan 13:35).
¿Qué significa el fruto del Espíritu Santo? Todos nosotros sabemos que un fruto es el resultado final de lo que se siembra. Es muy importante enfatizar que, cuando alguien se propone cosechar un determinado fruto, necesita sembrar la semilla de aquel fruto. Queda claro que nadie puede pretender cosechar bananas, plantando semillas de naranjas, y viceversa. Todo buen agricultor, antes de sembrar, escoge la buena semilla, la tierra apropiada y el tiempo determinado para sembrar, pues cada semilla tiene una época para ser sembrada y cosechada. La vida cristiana no es muy diferente:
Hay un momento para sembrar y otro para cosechar. En lo que atañe al fruto del Espíritu Santo, es la respuesta inmediata a una vida convertida al Señor Jesús; es el resultado de una vida en constante comunión con Dios, en la Persona del Espíritu Santo. El secreto del fruto está justamente en permanecer en el árbol. De la misma forma, para que podamos ver el fruto del Espíritu en nuestras vidas, debemos mantenernos unidos al Señor Jesús. Fue por eso que Él afirmó: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer.” (Juan 15:5)
Por otro lado, el fruto del Espíritu no puede, de ninguna manera, producirse por el esfuerzo, aun sobrenatural, de la persona, pues ningún fruto nace por el esfuerzo sobrenatural del árbol. Por el contrario, nace naturalmente, porque en su interior corre la vida del árbol. El auténtico cristiano también manifiesta el fruto del Espíritu de manera natural, porque dentro de él está el Espíritu de Aquel en quien cree. Por eso, la vida del Señor Jesús es vivida nuevamente a través de él, por el fruto que da. Además, este es un detalle más de la razón por la cual debemos producir el fruto del Espíritu. El fruto no solo se hace evidente con la presencia de Dios en nuestras vidas, sino que también manifiesta la resurrección del Señor Jesús en nosotros. Ahora podemos entender por qué el Señor dijo: “El que Me ama, Mi palabra guardará; y Mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él.” (Juan 14:23)
Realmente, cuando el fruto del Espíritu es exteriorizado a través de cada uno de nosotros, entonces tenemos al propio Jesús andando con nuestros zapatos, vistiendo nuestra ropa, hablando, oyendo, viendo; en fin, participando de nuestro día a día y brillando a través nuestro por donde quiera que vayamos. Eso es el cristianismo verdadero, retrato auténtico de la iglesia primitiva, la imagen y semejanza de Dios rescatada nuevamente por la fe.
Un detalle muy importante que casi siempre pasa desapercibido, es el hecho de que el Espíritu Santo considera Sus nueve modalidades de expresión del carácter como si fueran solo una.
El apóstol Pablo no era falto de conocimiento para no considerar que los nueve frutos son, en realidad, solo uno: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley.” (Gálatas 5:22, 23)
Él sabía que eran nueve los frutos, sin embargo, aun así, el Espíritu Santo quería que Pablo registrase todos como si fuesen uno, para dejar claro que no se los puede dividir, es decir, nadie puede producir, por ejemplo, el amor y omitir la alegría, porque todos están entrelazados y son indivisibles.
Si alguien manifiesta la alegría y no demuestra el amor en su vida, entonces esta alegría no es un fruto del Espíritu. Tal vez provenga de las circunstancias del momento, o sea, es una falsa alegría, pues la verdadera solo existe cuando es fruto del amor, que precede y acompaña a todos los dones del Espíritu.
(*) Texto retirado del libro “El Espíritu Santo”, del obispo Edir Macedo.
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