Nosotros también lo tenemos. Todos nosotros lo tenemos
Incluso quien no es cristiano conoce la parábola del hijo pródigo, contada por Jesús en la Biblia (Lucas 15).
Pero, al contrario de lo que muchos piensan, el punto principal de la historia que el Mesías contó en forma de metáfora, puede no ser exactamente la del hijo que decidió irse de la casa por simple aventura. Obviamente, él es una parte importantísima de la trama. Sin embargo, quien llama la atención es el padre.
La actitud del hijo, de salir de la protección paterna por obtener recursos (su parte de la herencia, dada aun en vida) y hacerse camino por cuenta propia- una analogía con quien cree que es autosuficiente y que no precisa tanto de Dios- era esperada.
Sin embargo, la actitud del padre, de recibir a su hijo con los brazos abiertos después de que todo le haya salido mal por su comportamiento inconsecuente, sorprende a muchos. Simboliza a Dios, cuyo amor incondicional permite aceptar el regreso de las “ovejas descarriadas”.
Dios es justo
El hijo menor pidió su parte de la herencia. Su padre se la dio, pero también le concedió su porción al hijo mayor. Era justo. Aunque el mayor no se la hubiera pedido, se hizo justicia. Todos tenemos a alguien en los Cielos que aboga a nuestro favor.
Dios respeta el libre albedrío
Otra actitud interesante del padre es que él podría haber hecho presión para que el hijo no hiciera la gran tontería que pensaba. Le hubiera podido ordenar que se quedara o intentar “comprar” su permanencia con algún mimo valioso o alguna otra ventaja de gran valor monetario. Aún así, aunque tuviera cierto poder en sus manos para evitar que el muchacho cayera en el mundo, le dio lo que él quiso. La Sagrada Palabra no dice claramente, cuan triste quedó el padre, pero la tristeza es muy evidente en un hecho de estas características. Aún así, respetó el libre albedrío del hijo, y lo dejó que se fuera. No quiso “comprar” el respeto y el amor del hijo. Deseaba su amor, pero sincero, que no fuera por interés.
El ímpetu de actuar solo
El muchacho no conversó con su padre antes de tomar la decisión. No le pidió consejos. Al contrario, llegó a él contándole lo que iba a hacer. Él tenía un padre amoroso y sabio a su disposición para conversar en el momento que él quisiera pero despreció eso. Una actitud un tanto egoísta, puesto que no pensó en la tristeza de su familia cuando se fuera. Pensó en la vida descontrolada que tanto deseaba, le doliera a quien le doliera, sacrificando incluso una parte preciosa del patrimonio de la familia, que el padre batalló tanto para conseguir. Creció como miembro de aquella familia, como hijo, pero no actuó como hijo. Crecer en una iglesia y decir de la boca para fuera que es siervo de Dios es una cosa, ser de Dios de verdad es otra. Él no fue sensible a lo que su padre le enseñó toda la vida. Estaba allí físicamente, pero no lo escuchaba de verdad. Aunque la actitud del joven fuera disparatada, fue completamente respetada.
La mala utilización de las dádivas
El hijo recibió la herencia del padre en vida. Recibimos en vida la inteligencia, al igual que la fe que el Espíritu Santo deposita en nosotros. Como el pródigo joven disipó su herencia viviendo sin reglas, muchas veces utilizamos mal los dones dados por Dios. Adoramos a otros “dioses” (personas, falso status, dinero, etc.). Resultado: pasar hambre. El hambre físico en el caso del personaje de la parábola, y espiritual en nuestro caso.
El hijo pródigo terminó teniendo que trabajar para “uno de los señores de aquella región”. Quien desprecia la protección de Dios trabaja para el enemigo, que crea una situación de dependencia nociva y aprisiona. Y a veces aprisiona en un cautiverio confortable, el prisionero ni siquiera se da cuenta de que no puede salir, porque cree que está bien. En el caso del muchacho de la historia contada por el Mesías, no fue así. Tuvo que comer la comida destinada a los cerdos para no morir de hambre. Menospreció su posición privilegiada al lado del padre para convertirse en un mendigo.
Su padre podía, en cualquier momento, mandar a alguien a buscarlo. Por amor, dejó que su propio hijo se diera cuenta.
El arrepentimiento
En la tribulación, en el dolor, recurrió al padre nuevamente. El anciano, al ver de lejos lo que había quedado del que un día había sido su hermoso hijo, corrió a abrazarlo.
No le dijo nada, no lo juzgó. Simplemente lo recibió en su hogar.
El muchacho, humillado, pensó en volver a la hacienda del padre, pero como su empleado. Era mejor que morir de hambre. Pero tuvo que ser humilde para tomar tal decisión.
La misericordia
Sin embargo, su padre no lo puso a dormir en el granero, ni en la habitación de los siervos. Puso al joven en el lugar de antes. La misma ropa lujosa, las mismas joyas, la misma comida. Y le hizo una fiesta, lo que indignó a su otro hijo, quien demandó de su padre la misma atención, puesto que se esforzaba y creía que era merecedor. Aunque la actitud del hijo mayor, de trabajador responsable, fuera buena, parecía que lo hacía sólo a cambio de algo: status y beneficios financieros. No lo hacía simplemente por amor.
Dios acepta nuevamente a los caídos. Rescata a Sus hijos que un día, como aquel muchacho de la parábola, pensaron que no Lo necesitaban más. Por amor, dejó que se fueran. Por amor, los recibió nuevamente.
Aunque el hijo gastador e irresponsable hubiera regresado al mismo lugar, ya no era el mismo hombre.
La gracia
Él aprendió que, independientemente de su inconsecuencia, allí había un padre para abrazarlo. Sin ese amor, de nada serviría volver. Aunque incluso fuera sincero en su actitud de regresar para trabajar, recibió mucho más de lo que esperaba. Sin la figura del padre, nada de eso hubiera sucedido. Y nadie podría censurar al anciano si no aceptara más al muchacho.
El hijo pródigo no merecía, pero recibió. El hermano mayor creía que se lo merecía y tuvo una lección. El padre no era sólo padre para uno o para el otro. Era padre para los dos. A pesar de las muy diferentes actitudes e intenciones de ambos, los amaba de igual manera.
Sin embargo, para que tengamos acceso a la misericordia, al amor, a la gracia, Dios no las lanza arbitrariamente sobre nosotros. No impone. Podría, le sobra poder para eso.
Pero quiere hijos que Lo amen de verdad.
Y los recibe con los brazos abiertos.