La desesperación de Manasés, debatiéndose, llorando y gritando, es comparable al de tantas almas que maldijo con sus actos de pésimo rey. Mientras que es arrastrado por los guerreros de Asiria, ora y pide perdón al Dios de sus padres. Esta es la primera vez que Manasés Le habla.
Manasés reina sobre el pueblo de Dios hace muchas décadas, desde que tenía doce años de edad, pero nunca se supo comportar como a su padre, Ezequías, le hubiera gustado. Obediente al Dios que salvó a David y a Salomón, Ezequías, como rey, mandó a derrumbar todos los altares que existían destinados a otros dioses, pues aquella tierra era del Señor. Su hijo, perdido entre las supersticiones del mundo, construyó todo de nuevo.
Tal vez ese rey no sepa la importancia de adorar solo al Dios de Abraham e Isaac, pero seguramente conoce las palabras que el Señor había dicho sobre el país que gobernaba: “Yo pondré Mi nombre para siempre en esta casa, y en Jerusalén, a la cual escogí de todas las tribus de Israel; y no volveré a hacer que el pie de Israel sea movido de la tierra que di a sus padres, con tal que guarden y hagan conforme a todas las cosas que Yo Les he mandado, y conforme a toda la ley que Mi siervo Moisés les mandó.”
Para él, poco importó.
Manasés construyó altares a los baales. Construyó imágenes de Asera y las adoró. Sabiendo que el Señor abominaba esas actitudes, adivinada cosas por las formas nubes y practicaba hechicerías con encantadores y adivinos. Incluso después de que el Señor intentara hablar con él y con el pueblo, siguió con las actitudes abominables.
Tanto hizo Manasés que mató a sus propios hijos diciendo que estaba haciendo lo correcto. En adoración a Baal, los quemó y los ofreció como ofrenda en el valle del hijo de Hinom. Ahora, siendo arrastrado por el ejército enemigo, se arrepiente de sus actos.
Todos aquellos que están ciegos por el mundo, ignoran a Dios cuando quiere hablar. Le dan importancia solo a sus deseos y se llenan de creencias mundanas para adquirir eso que quieren. En los momentos de dificultad, sin embargo, se dan cuenta del tamaño de su error.
El ejército del rey de Asiria prendió a Manasés con ganchos y lo amarraron con cadenas. Lo llevaron a Babilonia y lo vieron, durante todo el camino, orar a otros dioses, aquellos a quienes siempre adoró. Como ninguno respondió, ahora se está humillando ante el Dios Vivo de David.
Es la muerte inminente que lo convierte. Es el miedo a perder todo eso que posee que lo hacer dirigirse a Quien nunca respetó. Siendo arrastrado hacia la muerte, Manasés sabe que solo existe un Dios misericordioso y que está siempre listo para perdonar.
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