Después de haber elegido a Abraham en Su corazón, Dios lo llamó y dijo claramente: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré.” (Génesis 12:1).
Esta fue la primera prueba de Abraham. Él tenía que salir de su tierra pagana, de su parentela pagana y de la casa pagana de su padre. Abandonar su tierra natal, sus propiedades, sus costumbres, sus amigos, en fin, dejar todo atrás.
Su entrega a Dios significaba la separación de su mundo. El plan divino requería la salida de aquel lugar. El Señor no podría pulirlo, según Su voluntad, mientras que él estuviese sujeto a las influencias de aquella sociedad.
Sacarlo de allí y enseñarle a vivir en la dependencia de su fe en las promesas de Dios era fundamental para la creación de una nación fuerte, invencible e indestructible.
Por otro lado, salir por el desierto hacia una tierra indefinida, sin mapa y sin pistas, era realmente un desafío a su creencia. A primera vista, Dios no le dio ninguna orientación por dónde debía comenzar, mucho menos la dirección Norte, Sur, Este u Oeste.
En primer lugar él tenía que salir de donde estaba, y a partir de ese momento el Señor lo encaminaría. Abraham tendría que aprender a depender del pan nuestro de cada día, día tras día, por el desierto.
Es como el Señor Jesús nos enseña: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame.” (Mateo 16:24).
Pero ¿a dónde lo seguimos? ¡No importa! El que quiere seguirlo no necesita saber a dónde: solo confía en su Liderazgo. ¡El cristiano vive por la fe, es decir, con la certeza de que Dios hará exactamente lo que prometió que haría!
Ur era una ciudad de la Mesopotamia, la tierra de los caldeos, que se encuentra entre los ríos Tigris y Éufrates, prósperas e importantes, considerando su desarrollo.
Necesitaba coraje y audacia para no dar oídos ni a familiares, ni a amigos, sino solo a Dios. El propio Señor lo guiaría por el desierto y le mostraría la tierra prometida. La seguridad absoluta de que Él cumpliría lo que había prometido era la única cosa latente en su corazón.
La verdad es que si alguien se dispone a cosechar los frutos de la fe de Abraham, tiene que pagar el precio, como él lo pagó.
Podemos admirar la grandeza de fe y los resultados en la vida de Abraham durante sus cien años de comunión con Dios, pero no podemos olvidar que la primera actitud en relación al Señor fue su obediencia ilimitada, cuando dejó su tierra, su parentela y la casa de su padre.
Con eso también aprendemos que antes que Dios nos convierta en una bendición, somos obligados a dejar “nuestra tierra”, que simboliza nuestro hábitos pecaminosos; dejar “nuestra parentela”, que tipifica nuestras malas costumbres y tradiciones religiosas, y finalmente, dejar “la casa de nuestro padre”, es decir, dejar el liderazgo de la voz paterna en nuestro corazón y sustituirla por la voz de Dios.
Muchas personas se han resistido ferozmente a salir de su vida equivocada para encontrarse con Dios, pero luchan con todas sus fuerzas para que Dios salga de Su trono y las bendiga en el pecado que viven.
En la época de Abraham, solamente las personas extremadamente pobres y fugitivas abandonaban a los familiares y su tierra natal. Él no era ningún “Don Nadie”, que no tenía nada que perder dejando su tierra, su parentela y la casa de su padre. ¡No! El hecho de que el nombre Sara signifique “princesa”, y Abraham “padre exaltado”, trae la idea de que Abraham pertenecía a una familia importante entre sus contemporáneos.
A los ojos de la razón, dejar su tierra natal significaba renunciar a la herencia patrimonial de sus padres; dejar la parentela significaba renunciar al clan, y dejar la casa paterna significaba renunciar a la responsabilidad del liderazgo de la familia. Seguramente Abraham sería el sustituto de su padre en el establecimiento de las generaciones futuras.
¡Y Abraham salió de su tierra, de su parentela y de la casa de su padre con una mujer estéril! Si continuaba con su familia, incluso podría generar hijos entre su parentela y, así, conservar su descendencia, pero al abandonar todo en obediencia a la Palabra de Alguien que incluso era desconocido, humanamente hablando, era una locura. ¡Como la fe! La fe es locura para los que se pierden (1 Corintios 1:18).
Hoy tenemos muchos ejemplos sobre la fidelidad de Dios en el cumplimiento de Sus promesas. Sin embargo, no sucedió lo mismo con Abraham. ¿En qué ejemplo se podía reflejar para creer? ¿Qué garantía le dio el Señor para dejar todo atrás? Dios le ordenó que saliera de su tierra y dejara su parentela y la casa de su padre la primera vez que Se le reveló.
Por lo tanto, la obediencia de Abraham a Dios no era algo tan simple como se ha imaginado. Él dejó toda su responsabilidad de lado, sus sueños, su futuro, para ir a una tierra todavía indefinida, por lo menos en el momento de su llamado.
Nadie puede pretender ser un vaso en las manos de Dios sin abandonar el estado en el que se encuentra, y renunciar a sus planes para un supuesto futuro prometedor.
La persona no puede querer servir a Dios y a sí misma, al mismo tiempo. Si quiere servir a Dios tiene que abandonar una vida de pecado; crucificar sus voluntades, sus codicias personales; sacrificar su futuro; en fin, tiene que morir para sí misma, para los parientes y sobre todo para el mundo. Además, es exactamente este el precio que el Señor Jesús le cobra a Sus seguidores (1).
Las promesas que el Señor le hizo a Abraham eran excesivamente grandes, mucho más allá de lo que él podía imaginar. Él no tenía ni idea de la grandeza y el alcance de ellas, pero sin duda tener un hijo con Sara era su idea fija.
“Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra.” (Génesis 12:2-3)
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(*)Texto extraído del libro “La fe de Abraham” del libro Edir Macedo
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