¡Hola, obispo!
Pasé por una situación que nunca pensé que iba a pasar. Dejé de mirar a mi Señor y comencé a mirar a lo colorido y lo engañoso del mundo. Estuve 5 años como obrera. Me dedicaba, era útil, pero con el tiempo, eso se acabó. Comencé a trabajar a la noche y no vigilé. Me enfrié, me sentía presa, veía las cosas y quería hacerlas.
Hasta que un día decidí aceptar que un compañero de trabajo me acercara en su auto. Ese fue el peor día de mi vida, pues ese fue el día en el que decidí abandonarlo todo. Comencé a vivir una mentira. No quería saber más nada del Dios que tanto me había amado. Comenzamos a hablar por Whatsapp, intercambiamos números de teléfono, marcamos encuentros… Yo iba a la reunión, iba a la iglesia, pero era como si estuviese lejos. Solo mi cuerpo estaba allí.
Tenía muchas ganas de salir y de irme fuera de allí. Entonces decidí irme locamente de mi casa sin importarme nada, sin mirar hacia atrás. Dejé todo y me fui a la casa de mi hermana, lejos de la Universal a la que frecuentaba. Decidí huir. Pensaba que estaba todo tan óptimo… Pero ese era apenas el comienzo de mi destrucción. Comencé a tomar al punto de no recordar casi nada al día siguiente.
Empecé a involucrarme con hombres casados y a sufrir amenazas de ellos mismos. Pero siempre supe los propósitos que mi madre hacía por mí, y nunca me olvidaba. Sin embargo, el orgullo me impedía volver a mi Señor.
Hasta que un día me sorprendí en tremenda angustia. Pasaba todo el día llorando. Entonces me acordé de cuando yo era feliz en la presencia de mi Señor. Decidí volver, abandonar el pecado, abandonarlo todo y entregarme.
Agradezco a Dios por cada propósito hecho por mí, cada lágrima. Principalmente porque Dios no haya desistido de mí.
Sara Daniele
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