Son los ojos la lámpara del cuerpo. Si tus ojos fuesen buenos, todo tu cuerpo será luminoso; si, por otra parte, tus ojos fuesen malos, todo tu cuerpo estará en sombras. Por lo tanto, en caso que la luz que hay en ti sean sombras, ¡qué grandes sombras serán!” Mateo 6:22-23
Esas simples palabras revelan todo el carácter de Dios y, por eso mismo, el Señor Jesús las manifestó con el fin de lograr que Sus seguidores pudiesen comprender la naturaleza del Creador.
Así como los ojos son la lámpara del cuerpo, también el espíritu del hombre es la lámpara del Señor, la cual escudriña en los lugares más íntimos del cuerpo (Proverbios 20:27). Entonces, de la misma forma que el espíritu del hombre revela a Dios su intimidad, también los ojos del hombre revelan exteriormente su carácter, lo que él tiene dentro de si mismo.
Se vuelve fácil saber lo que está sucediendo con una persona, cuando se mira en el fondo de sus ojos. Si ella tiene alguna cosa oculta en su interior, naturalmente busca desviarlos, revelando en forma inconsciente su preocupación; pero si ella encara y no se intimida frente al otro, entonces, sus ojos inmediatamente reflejan su tranquilidad por no estar escondiendo nada.
Se dice que hay una raza de cuervos, que solamente comen la carroña después que el cuervo-rey, comenzando por el análisis de los ojos del animal muerto, libera el cuerpo.
Cuando el Señor Jesús enseñó de esa manera, verdaderamente quería exhortar a sus discípulos para que tomasen todas las precauciones posibles con su interior, con el objeto que éste reflejase en el exterior la plenitud de la presencia de Dios. Así es, porque no se avanza cuando anunciamos la Palabra de Dios al mundo solamente en forma teórica y vivimos una vida diferente de nuestra plegaria.
Es necesario que tengamos actitudes semejantes a las de nuestro Señor, pues ¿de qué vale elevar plegarias a Cristo y vivir el anticristo? ¿De qué vale manifestar amabilidad y simpatía en el púlpito, si cuando bajamos del mismo, o salimos de la iglesia, cambiamos nuestras actitudes?
No podemos ser como el camaleón, que cambia de color de acuerdo con el ambiente en que se encuentra. Nuestros ojos retratan toda nuestra intimidad, lo que está en el corazón, aunque la boca se encuentre callada. Ellos no solamente revelan nuestro carácter a los otros, como asimismo nos hacen ver las cosas de acuerdo con lo que tenemos en el corazón.
Observemos los ojos de Dios en la Persona de su Hijo, el Señor Jesús, cuando Él encontró a la prostituta María Magdalena. Si sus ojos fuesen malos, verdaderamente Él la hubiese condenado, la hubiese reprendido y llamaría su atención para que ella no actuase de esa manera; no obstante, Él la comprendió, porque la miró con “buenos ojos”, con los ojos del amor, de la ternura y de la compasión.
Ella, como tantos otros que han sido vistos por el Maestro, posee el lado bueno, es decir, también las cualidades. Y de esta manera, nosotros cristianos, debemos cultivar nuestro interior; acostumbrarlo para que vea a las personas, ya sean cristianas o contrarias a la fe, por su lado positivo y bueno; con “buenos ojos” para que todo nuestro interior resulte iluminado.
Si miramos a las personas con prejuicios, resulta verdad que, tarde o temprano, nuestra lengua, que vive fustigando, se manifestará y terminará por provocar una enemistad contra dicha persona, llegando hasta “vacunarla” contra el Señor Jesús, en quien nosotros creemos tanto.
Si nuestros ojos fuesen buenos, por donde quiera que vayamos, habremos de manifestar la luz que hay en nosotros… y todos los que nos observen, sabrán que somos diferentes de las demás personas de ese mundo, pues testimoniaremos de modo eficaz de Aquél que está guardado en nosotros.
Del modo como vemos, seremos vistos. ¡Como juzgamos, seremos juzgados; si amamos, seremos amados; si perdonamos, seremos perdonados; si bendecimos, seremos benditos!
“Pero, si nuestra injusticia es iluminada por la justicia de Dios ¿qué diremos? Tal vez, ¿será Dios injusto por aplicar su ira? (Hablo como hombre). De verdad, no. De lo contrario, ¿cómo juzgará Dios al mundo?” Romanos 3:5-6
Texto extraído del libro “Carácter de Dios” del obispo Edir Macedo