Cuando no matan, dejan secuelas.
Así son las dudas, que se manifiestan como incertidumbres e inseguridades.
Como la niña de los ojos del diablo, la duda es el arma más letal del infierno.
El ser humano es cuerpo, alma y espíritu. El espíritu es el responsable por el intelecto, por la parte racional. El alma es el centro de las emociones, de los sentimientos y las sensaciones. La duda solo tiene éxito con los que aún son alma. Ella no consiguió destruirme solo porque hace mucho tiempo soy espíritu.
Cualquier cosa que suscita duda (sean palabras difamatorias, intrigas, chusmeríos o noticias tendenciosas) viene del infierno.
El mensaje dudoso asusta, aterroriza, causa miedo, causa pavor, suscita preocupación, ansiedad, inseguridad, en fin, debilita el alma.
Por eso, muchas personas hasta desisten de luchar. Ese es, en realidad, el objetivo de la duda.
El espíritu de la duda conoce bien la naturaleza humana. Esta es llamada adámica, por ser la misma desde Adán, el primer hombre. Es terrena, melindrosa, sensible, impresionable y se ofende por cosas banales.
El sensible no tiene la culpa de ser sensible. Nació así y va a permanecer de esta manera mientras que su naturaleza sea terrena.
La Biblia llama a la naturaleza adámica alma viviente.
Las almas vivientes son personas que viven en el mundo natural y, por lo tanto, están sujetas a los males naturales.
“Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente.” 1 Corintios 2:14.
La menor duda ya es suficiente para abatir al más sensible valiente, pues él es una emoción ambulante.
La duda es certera, llega directo al corazón.
El corazón, fuente de los sentimientos, es precipitado y, además de engañoso, es engañador.
Fue hecho para sentir, no para pensar.
¿Cómo verse libre de sus engaños?
¿Cómo defenderse de los ataques continuos de la duda?
Solo hay una manera: sujetar la naturaleza terrena a la fe en la Palabra de Jesús para recibir la naturaleza celestial.
¿Cómo?
Sujetar la naturaleza terrena significa transferir, conscientemente y sin reservas, su posesión para el Señor Jesús y sacrificar la vida de equivocaciones, eligiendo dejar de vivir por sus voluntades, sentimientos y sensaciones, para comenzar a vivir por la certeza y confianza en la Palabra de su Señor. En una actitud consciente, elige cambiar la duda por la certeza.
Tal actitud de fe obliga al Espíritu Santo a transformar su naturaleza terrena en naturaleza espiritual.
A partir de entonces deja de ser alma para ser espíritu.
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