Era una mañana como todas las otras – por lo menos para mí.
Me desperté a la misma hora de siempre y seguí con mi rutina de todos los días. Me bañé, elegí ropa básica para vestirme, puse a calentar el agua para el café y salí a comprar pan.
Después de tomar el desayuno con tranquilidad, me aseguré de que no estaba olvidándome nada y finalmente salí rumbo al trabajo.
Normalmente me lleva aproximadamente una hora hacer todo eso.
Pero, ese día, especialmente, tardé más que lo acostumbrado. Al llegar a la estación del subterráneo, en vez de volver una estación para poder viajar sentado – como hago todos los días -, decidí ir directamente, para no perder todavía más tiempo.
Aunque en ese horario – alrededor de las 9 de la mañana – el vagón ya estaba más vacío, no había más lugares disponibles para sentarse, a no ser algunos asientos reservados que todavía estaban libres.
Miré para todos lados y como no había nadie que se encuadrase en los términos del uso de esos asientos, me senté. Pero había otros vagones, no con asientos dobles, como el que decidí ocupar.
Pasaron dos estaciones.
Cuando el tren abrió sus puertas, noté que un señor venía hacia mí. A mi lado había un asiento desocupado, entonces, no me preocupé. Él probablemente se sentaría allí. Sin embargo, cuando paró frente a mí le hizo una señal a una señora que venía más atrás. Solo entonces me di cuenta de que estaba acompañado.
Me levanté para que los dos pudieran sentarse juntos y caminé hasta el final del vagón, para apoyarme–así es, con la edad comenzamos a buscar siempre paredes donde apoyarnos.
Para mi sorpresa, el señor – que demostró ser un caballero -, permaneció de pie. Esperó que la dama se sentara y, luego miró hacia donde yo estaba, haciendo una señal para que volviera a ocupar el lugar.
Me sorprendí con la simpatía y gentileza de ese caballero de mediana edad, le agradecí, y le devolví la “gentileza” – que en mi caso no era más que mi obligación. El lugar era de él por derecho, lo que yo hice fue solo respetar eso. Una cuestión de sentido común.
Seguimos viaje. Él acompañado de aquella señora, que imagino que era su esposa, y yo, acompañado de mi viejo y buen libro.
Interrumpí la lectura cuando escuché a la famosa voz anunciar: “Estación República. Descienda por el lado derecho del tren.”
Levanto la mirada y me encuentro con mi amigo el caballero, parado a mi lado esperando que la puerta se abriera. En un gesto natural, como quien se despide de un viejo amigo, le sonreí – una sonrisa sencilla, pero sincera.
Él devolvió el gesto y dijo: “Gracias por la bella sonrisa. No todos los días se recibe una. Me hizo muy bien.”
Y yo, una vez más, me sorprendí con ese señor tan amable – que ahora dejaba transparentar cierta nostalgia. Entonces, sonreí nuevamente. Esta vez una sonrisa de gratitud por haber tenido el privilegio de ofrecerle a alguien, con una simple sonrisa, aunque de forma inconsciente, una mañana más alegre, un día con más esperanza.
¿Usted ya se detuvo a pensar hace cuánto tiempo que no le sonríe a alguien?
No me refiero a esa sonrisa provocada por algo gracioso que escuchó, sino una sonrisa desinteresada, sincera, capaz de transmitir paz, amor, bondad y compasión.
Experiméntelo, no cuesta nada, pero su valor es incalculable.
Aquel señor no sabía que me estaba proporcionando un bien aún mayor.
Es la Palabra que dice: “…Más bienaventurado es dar que recibir.”, (Hechos 20:35).