“Estaba también allí Ana, profetisa, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad muy avanzada, pues había vivido con su marido siete años desde su virginidad, y era viuda hacía ochenta y cuatro años; y no se apartaba del templo, sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones.” Lucas 2:36-37
El pasaje de arriba mostraría una historia común de la Biblia, si no fuese por algunos puntos. El primero es que ninguna historia de la Biblia puede ser llamada común. El segundo, el hecho de ser una profetisa, alguien que habla al pueblo en nombre de Dios. El tercero, y más interesante, vamos a dejar para un poco más adelante, en el texto.
Sucede que, en aquellos tiempos en los que Roma dominaba Jerusalén, existía la costumbre de que los recién nacidos primogénitos, después de la circuncisión, sean llevados al Templo (el Segundo en ese entonces, ya que Herodes había reconstruido el de Salomón con algunas mejoras) para su consagración a Dios.
Ana, como vimos en el pasaje de arriba, enviudó. Podría haberse hundido en la tristeza de la pérdida del marido – lo que en aquellos tiempos tenía más peso, pues un marido significaba también el sustento, la seguridad, ya que las mujeres raramente trabajaban con remuneración. Podría haber hecho del dolor su rutina. Sin embargo, dedicó todo su tiempo a Dios, sirviéndolo en el trabajo del Templo. “…sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones.” Profetisa, dedicaba sus 24 horas diarias al Señor.
En aquellos tiempos, las mujeres eran dadas en matrimonio aun al comienzo de su adolescencia. Si Ana vivió con sus esposo 7 años, como dice el pasaje de Lucas, y tenía 84 en la época descripta, podemos deducir que ya eran aproximadamente 50 o 60 de servicio a Dios.
Solo eso ya muestra mucho del carácter de la profetisa. Su dedicación completa a Dios le rindió una de las mayores recompensas de la Historia.
Como trabajaba en el Templo, un día llegó y vio llegar a una pareja de Galilea con un niño para ser consagrado.
“Esta, presentándose en la misma hora, daba gracias a Dios, y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén.” Lucas 2:38
Aquella pareja era especial. La mujer y el hombre se llamaban María y José.
Ana, luego de su viudez, consagró cada segundo de su vida a Dios. Trabajó y oró incesantemente durante aproximadamente 6 décadas. No esperaba recompensa. Sin embargo, tuvo una sin igual: conoció al propio Jesús, al comienzo de Su vida terrenal.
El pasaje bíblico de arriba muestra que ella fue una de las primeras personas que dio la buena noticia de que “la redención de Jerusalén” había llegado. El Salvador estaba entre los hombres, hecho uno de ellos.
Más de 60 años. Aunque haya tenido impaciencia, desanimo o ganas de desistir – y, claro, deben haber aparecido las tentaciones -, Ana permaneció firme en su propósito de ser sierva.
Y tuvo un privilegio que, de tan grande, hizo que su nombre estuviera en el libro más precioso de la Historia de la humanidad. Y es una parte muy importante de él.
Ana permaneció en Dios, y conoció personalmente al Redentor. Para una sierva fiel, no debía haber espacio en ella misma para tanta alegría. En el momento en el que entendió quién era aquel Niño envuelto en una manta, toda su vida, en todos aquellos años, finalmente tuvo sentido.
Así como nosotros, que, si permanecemos en la fe en Dios diariamente, creyendo en Él mediante Su hijo, un día también podremos conocer al Salvador, como lo garantiza la Biblia.
A propósito, en su raíz hebraica, el nombre “Ana” tiene un significado muy especial: quiere decir “gracia”.
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