Las Sagradas Escrituras registran que Ana era una mujer afligida por no poder tener hijos y humillada por la otra esposa de su marido Elcana. Su dolor era tan profundo que ni el amor de su esposo la consolaba. Por este motivo, ella fue al Tabernáculo y perseveró en oración (1 Samuel 1:10-18).
Sus labios se movían, pero su voz no se escuchaba, porque su oración provenía del corazón. Cuando el sacerdote Elí la cuestionó sobre estar embriagada, ella respondió:
“…No, señor mío, soy una mujer angustiada en espíritu; no he bebido vino ni licor, sino que he derramado mi alma delante del Señor” (1 Samuel 1:15).
De la misma manera, para alcanzar el favor de Dios, debemos derramar nuestra alma delante de Él. El problema es que muchas personas piensan que por orar y pedir mucho serán atendidas más rápido, cuando en realidad Dios no ve la cantidad de palabras que decimos ni el clamor que hacemos, sino la sinceridad que mostramos ante Él.
Cuando sos sincero, Dios te responde inmediatamente, dándote fe, seguridad y valentía para determinar que, a partir de ese momento, las cosas cambiarán. Entonces, el llanto es sustituido por la paz en el alma.
Cuando vas a un lugar reservado y ponés tu alma a los pies del Señor Jesús, aunque externamente la situación continúe siendo mala, tu interior cambia.
Quizás estés en el fondo del pozo y en el límite de tu sufrimiento. Entonces, doblá tus rodillas y hablá con Dios de forma sincera, exponiendo tus errores, fallas y debilidades. Solamente Él oirá el gemido de tu alma y descenderá sobre vos, proporcionándote la seguridad y la certeza de que la respuesta está en camino.