En la casa de Soledad no faltaba nada, estaba rodeada de lujos. Pero la trágica muerte de su padre cambió todo. De vivir cómodamente, pasó a estar al borde de la indigencia: “A los once años mi papá falleció y nuestra economía se derrumbó. Fuimos a vivir a una casa que no tenía ni baño. Culpaba a mi mamá por lo que había pasado y empecé a odiarla”.
Ella sufría en silencio y así dio los primeros pasos en las adicciones: “Mis amigos me decían que si fumaba un cigarrillo o tomaba alcohol, iba a sufrir menos. Después descubrí la marihuana y fue peor”, recuerda.
Pero fue pasando el tiempo, nada era suficiente y comenzó a usar cocaína: “Los problemas no desaparecían, no podía estar un día sin consumir. Llegué a inyectarme heroína, no me importaba lo que debía hacer para conseguirla. Yo andaba en la calle toda la noche, necesitaba estar bajo ese efecto para no recordar mis problemas. Me sentía vacía, trataba de arreglarme con mi mamá después de pelearme con ella, quería pedirle perdón, pero algo adentro mío no me dejaba. Tenía 16 años, iba drogada a la escuela y para conseguir una dosis llegué a ofrecer mi cuerpo”.
Ella encontró en la Universal una solución definitiva para los vicios: “Mi hermana iba a la Iglesia y me invitó. Gracias a Dios soy otra persona, pude terminar el colegio, me formé. Tengo un buen trabajo, algo que pensé que era imposible. Soy feliz, el vacío ya no existe y amo a mi mamá. No fue un acto de magia dejar las adicciones, ahora puedo decir que existe una salida, pero hay que creer y perseverar”.
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