Hay quienes viven rodeados de oportunidades y aun así se sienten vacíos. Otros enfrentan luchan interminables. Lo que hay en común entre estas dos realidades es algo que quizás no hayas considerado
¿Ya pensaste cuál es el mayor problema de tu vida?
Tal vez, al leer esta pregunta, tu mente se dirija inmediatamente a los desafíos en el matrimonio, las dificultades con los hijos, los problemas de salud, físicos o emocionales, o los problemas financieros, ya sea como empleado, como emprendedor o incluso por la falta de empleo.
No sos el único que pasa por eso. Si esa pregunta se le hiciera a cada uno de los más de 8 mil millones de habitantes del planeta, las respuestas probablemente serían semejantes. Y si en el ámbito individual ya lidiamos con esos problemas, imaginate a escala social.
Los gobernantes suelen culpar a partidos e ideologías, mientras que especialistas señalan la falta de educación o de oportunidades. Sin embargo, incluso en países con alto nivel educativo y pleno empleo, el mal persiste. En todo el mundo, tanto en naciones ricas como en pobres siguen existiendo todo tipo de males; asesinatos, violaciones, robos, corrupción, traiciones, guerras y demás. Eso porque todos los problemas de la Humanidad tienen el mismo origen: el pecado.
¿Qué es el pecado?
El pecado es toda desobediencia a Dios que provoca el alejamiento entre el Creador y nosotros, Sus criaturas. Es cuando elegimos ignorar lo que Dios dice para seguir solo nuestros propios deseos.
Más que un concepto religioso, el pecado es una fuerza que se propaga silenciosamente y produce dolor, destrucción y distanciamiento de todo lo que es bueno. Ese mal se infiltra en nuestra vida, contamina relaciones, decisiones y todos los ámbitos de la sociedad.
Mientras el ser humano viva bajo esa influencia seguirá preso en ciclos de sufrimiento, no por falta de soluciones externas, sino por ignorar la necesidad urgente de una transformación interna.
¿Cómo pasó a dominar el pecado?
Fue en un lugar inesperado, el Jardín del Edén, donde la maldición del pecado cayó sobre el ser humano. Dios creó al hombre y a la mujer para adorarlo, servirlo y vivir continuamente en Su Presencia. Sin embargo, Él no deseaba una adoración forzada o automática. Al crearlos a Su imagen y semejanza, les dio la capacidad de elegir. Así, podrían tomar tanto decisiones correctas como equivocadas.
Y fue justamente lo que ocurrió cuando, ejerciendo ese libre albedrío, Adán y Eva desobedecieron a Dios y comieron del fruto del árbol que estaba en medio del jardín.
Muchos se preguntan por qué Dios colocó un árbol en el jardín si no quería que comieran de su fruto. ¿No fue eso lo que los indujo al error? ¡No! Si obedecían Su orden, ese árbol sería el símbolo de la elección de amar a Dios. Estarían mostrando lo siguiente: “Elijo amar a Dios y porque Lo amo hago lo que Él dice”. Sin embargo, la desobediencia hizo que el pecado entrara al mundo y lo transformara de un lugar armonioso en un lugar hostil.
“Entonces dijo a Adán: Por cuanto has escuchado la voz de tu mujer y has comido del árbol del cual te ordené, diciendo: «No comerás de él», maldita será la tierra por tu causa; con trabajo comerás de ella todos los días de tu vida”. (Génesis 3:17)
La peor consecuencia del pecado fue separar al ser humano de su Creador. Es decir, vivir en la práctica del pecado imposibilita la comunión con Dios. ¿Y cómo es posible tener paz lejos del Príncipe de la Paz o ser realizado lejos de Aquel que te creó y puede darte toda la plenitud de la vida? La Palabra de Dios enseña que somos siervos de aquel a quien obedecemos:
“¿No sabéis que cuando os presentáis a alguno como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, ya sea del pecado para muerte, o de la obediencia para justicia?”. (Romanos 6:16)
Si escuchamos y obedecemos a Dios, nos colocamos bajo Su autoridad y Él Se hace responsable de nosotros. Pero si lo ignoramos, nos colocamos bajo la autoridad del mal.
Es así como el pecado abre la puerta al mal y le permite traer enfermedad, depresión, tristeza, deseo de muerte, ira, odio, rencor e incluso el impulso de hacer justicia por nuestras propias manos.
Muchos dicen: “Yo no cometo crímenes. Soy una persona buena”. Sin embargo, el pecado está en la naturaleza humana. Aunque nunca hayas hecho “nada malo” a los ojos de la sociedad, a los ojos de Dios, la envidia, la codicia, la mentira, el pensamiento impuro son pecados.
Ya nacemos en pecado y eso se observa en el niño que apenas sabe hablar, pero ya es capaz de mentir, aunque sus padres obedezcan a Dios. Es como una enfermedad hereditaria, que no surge por falta de cuidado con la salud. Así es el pecado: no lo elegís, pero tenés que reconocer que lo llevás y buscar al Único que puede eliminarlo.
La única manera de romper la maldición del pecado
El salario del pecado es la muerte eterna y solo la muerte de un inocente podría impedirla. En la Biblia vemos que durante mucho tiempo Dios instituyó el sacrificio de animales para la remisión de los pecados. Pero debía ser perfecto para representar que alguien sin pecado moriría en lugar del pecador.
De esa manera, el sacrificio de animales no era suficiente. Debido a que el ser humano trajo el pecado al mundo, debía ser él quien lo quitara del mundo (1 Corintios 15:21-22). En ese sentido, la Humanidad necesitaba un Salvador. Solo que no había nadie que no hubiera pecado. Entonces, ¿cómo alguien podría morir por otro si todos pecaron? (Romanos 3:23).
La única solución fue que el propio Dios, que es perfecto, Se hiciera hombre. Por eso Jesucristo vino al mundo. El Hijo de Dios, como hombre perfecto, se colocó como el Cordero que sería ofrecido en sacrificio perfecto para quitar el pecado del mundo y reconciliar al hombre con Dios.
Jesús vino a la Tierra como hombre y vivió una vida en perfecta obediencia a Dios, pero injustamente fue a la cruz. Fue crucificado, muerto y allí llevó sobre Sí la maldición del pecado.
Él tomó sobre Sí el castigo y la muerte que estaban destinados a nosotros. Pero, como Él no tenía pecado, la muerte no pudo detenerlo en el sepulcro. Jesús entonces resucitó, probando a todos que era el Hijo de Dios y que vino a salvar a los que creen en Él, como está escrito:
“Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, en el cual podamos ser salvos”. (Hechos 4:12).
Por lo tanto, solo hay una manera de ser curado de la maldición del pecado:
“… arrepentíos y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que tiempos de refrigerio vengan de la presencia del Señor…” (Hechos 3:19).
¿Qué es el arrepentimiento?
Arrepentimiento es reconocer los propios errores, que actuaste contra la Voluntad de Dios y sentir una profunda tristeza por lo que hiciste. Es llegar al punto de decir: “Si pudiera volver atrás, lo haría diferente”. Y no como muchos dicen: “Lo haría todo de nuevo y no me arrepiento de nada”.
No es solo decirlo con la boca. Es un sincero deseo de cambiar y de no repetir el error. No es culpar a otros ni dividir la responsabilidad del propio pecado diciendo: “Yo fallé, pero Fulano me provocó”, “Yo fallé, pero ella también tiene culpa”. ¡No! Es reconocer las propias fallas sin excusas.
Cuando ocurre ese reconocimiento y la tristeza por el error se hace real, la persona busca el perdón de Dios. Así, creyendo en el Señor Jesús, y por la sangre que Él derramó, los pecados son borrados.
Ante el sincero arrepentimiento, viene el segundo paso: la conversión. Convertirse es cambiar de dirección. Es abandonar el camino equivocado para vivir en obediencia a Dios. Decidir dejar la mentira, cortar amistades que alejan de Dios, dejar lugares y hábitos que conducen al pecado, limpiar el corazón de sentimientos y creencias contrarias a la Palabra.
Esa conversión es marcada por el sepultamiento de la vieja criatura a través del bautismo en aguas. Solo después de reconocer la condición de pecador, arrepentirse, buscar el perdón de Dios y convertirse es que la persona está apta para recibir el refrigerio que es el alivio, la paz y la certeza de la Salvación que viene del Espíritu Santo.
Sin embargo, eso no significa una vida sin luchas, sino paz interior y confianza delante de Dios. Y lo más importante: no pasar por la segunda muerte, que es la condenación eterna. La maldición del pecado se rompe y la persona pasa a vivir en novedad de vida.
Todo ser humano tiene la oportunidad de salir del yugo de la maldición por medio del sacrificio del Señor Jesús. Sin embargo, ese sacrificio no es automático en la vida de todos. Debe ser aceptado por una decisión personal. Por eso, antes del bautismo en aguas, la persona suele escuchar la frase: “¿Aceptas al Señor Jesús como tu único y suficiente Salvador?”
Y vos, ante todo lo que leíste recién, ¿también estás dispuesto a aceptarlo?