Una cierta mañana, cuando se despertó un gran deseo de comer fruta, Nil fue a la cocina y se dio cuenta de que no había lo que quería. Encontró bananas, naranjas, uvas, ciruelas, guayabas, pero él tenía ganas de comer mango. Y, como no había, decidió ir a comprar.
Fue a ferias y mercados, pero no logró encontrar en ninguno de esos lugares. Hasta que pasó por un terreno, y allí había un viejo árbol de mangos. A primera vista, Nil no identificó ninguna fruta. Rodeó el árbol y, al mirar más atentamente, vio que aun quedaba una atascada arriba de todo.
Lógicamente, pensó en agarrar un palo para empujar la fruta hasta hacerla caer, pero en el terreno no había absolutamente nada. A pesar de ser un baldío, el lugar estaba limpio. Fue una tristeza para Nil. La única manera que encontró para terminar con el deseo de comer mango fue trepar el árbol.
El muchacho afirmó sus pies, se agarró bien y comenzó a subir. Pero la subida tan empinada, lo hizo perder el equilibrio y caer. No se lastimó, de todas formas no había podido escalar mucho.
Pero Nil no desistió. La fruta estaba allí, “mirándolo” como si fuera un oasis en medio del desierto. Eso lo animaba, y de esa forma decidió continuar la tarea rumbo a la conquista de su fruta.
De repente, se acordó de un gato y pensó en hacer lo mismo. Se imaginó que no podría subir de una forma tan eficiente como lo haría el gato, sin embargo era la única referencia eficaz en la que pudo inspirarse.
Nil se agarró bien del tronco del árbol, afirmó sus pies nuevamente, y comenzó a subir. Pero el árbol era demasiado grueso, era tan grueso que cuando se agarró, arañó sus brazos llegándole a provocar un leve sangrado.
¡Qué desesperación! Nil solo quería saborear y degustar aquel mango amarillento. “Si tuviera un palo largo, buscaría la forma de llegar hasta mi fruta”, pensó entristecido.
Después se sentó al pie de la inmensa mangifera y esperó que un fuerte viento hiciera caer al mango. Permaneció un largo tiempo y no pasó nada. “No es posible…”, decía con un tono indignado, “…esa fruta está madura y ya se debería haber caído!”
Anocheció y Nil no había alcanzado el objetivo. Al otro día, decidió buscar un palo para remover la fruta. Comer el mango ya era una cuestión de honra. A fin de cuentas, para tanto esfuerzo debía haber alguna recompensa.
Nil se acercó nuevamente al árbol y vio el mango en el mismo lugar, balanceándose mansamente, como si deseara caer en sus manos. Pero las horas pasaban y nada. Tampoco encontró tal palo. Entonces decidió subir, aun con gran dificultad.
El muchacho se agarró con todas sus fuerzas del árbol, apoyó sus pies descalzos y comenzó a subir. Escaló bien despacio, un paso tras otro, sin desesperarse. El mango aun continuaba allí, amarillento y grande, lista para ser alcanzado.
Nil lo miraba como un trofeo a conquistar, y no podía creer en todo lo que estaba haciendo, todo ese esfuerzo por una simple fruta. El problema era que, mientras subía, sentía un ardor en los brazos con el sudor que caía desde la frente, los pies estaban heridos y surgía un leve sangrado debido a la piel maltratada por la aspereza del tronco.
No pensaba en nada de eso y, al mirar hacia abajo, vio todo lo que había escalado. Faltaba poco, muy poco para conseguir su premio. Solo algunos pasos más y sería fácil agarrar la fruta. El joven estiró uno de sus brazos, y ya podía sentir el agua escurriendo por su boca. ¡Era increíble ese hecho!
Sin embargo, cuando amenazó tocarla con la mano atenta y lista para alcanzarla, sopló el viento y derrumbó el maravilloso mango, que se despedazó entero en el suelo.
Para reflexionar
La ansiedad nos hace cometer locuras, y nos enceguece tanto que nos impide ver que todo sucede en su debido tiempo. Nos hace perseguir cosas, sin que estemos preparados espiritualmente para tenerlas.
Guarde su fe, confiando que su “mango” solo está esperando el tiempo correcto para madurar y caer entero en sus manos.
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