La ira de Dios hacía que el mar tambaleara aquel barco de un lado a otro. Sus maderas añejas lloraban, rechinando con cada pesado golpe de agua que los alcanzaba. El cielo, que antes era claro y pacífico, ya no existía. Había sido sustituido por un tipo de oscuridad que sólo pueden cargar las nubes más furiosas. Y allá, en la bodega, teniendo que ser despertado de su pesado sueño, estaba Jonás.
“¿Qué pasa contigo? ¿Te apresó el sueño? Levántate, invoca a tu dios; tal vez, así, ese dios se acuerde de nosotros, para que no perezcamos.”, le gritaba el desesperado capitán del barco.
¡Encima, el Dios de Jonás era el único verdadero! Aquel a Quien habían recurrido Abraham, Isaac y Jacob. Jonás había entregado toda su vida a Él. Jonás Le temía. Y Jonás lo había traicionado.
Las escaleras del barco eran violentas cascadas y, por ese motivo, ambos tuvieron dificultad para llegar donde estaban los viejos marineros quienes parecían niños, llorando y llamando a sus dioses.
“Venid, echemos suertes para saber por causa de quién nos ha venido esta calamidad”, dijo alguien. Y con la suerte lanzada, todos supieron lo que Jonás ya sabía: él era el culpable de aquella tempestad.
“ Decláranos ahora por causa de quién nos ha venido esta calamidad. ¿Qué oficio tienes, y de dónde vienes? ¿Cuál es tu tierra, y de qué pueblo eres?”
“Soy hebreo, y temo al SEÑOR Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra.”
Y todos temieron. No por sus palabras, sino al ver cuán poderoso era el Dios de los hebreos. Y viendo la desesperación detrás de cada mirada, el varón contó su historia: predicador de la Palabra desde niño, Jonás recibió la misión de evangelizar Nínive, una ciudad maliciosa y perdida en un laberinto de pecados. Pero, conociendo la mala fama de la región, optó por la fuga.
El miedo es como un escudo que el hombre carga desde siempre. La única espada capaz de vencerlo es la fe. Jonás, por más religioso que fuera, temió y huyó. En lugar de ir a Nínive, estaba camino a Tarsis. No fue capaz de empuñar la espada y dejar el escudo. Hasta entonces.
“Tomadme y lanzadme al mar, y el mar se calmará en torno vuestro, pues yo sé que por mi causa ha venido esta gran tempestad sobre vosotros.”, les gritó a los tripulantes, quienes lo miraron asustados.
Claro que querían sobrevivir, pero eso ya parecía imposible. Toda la carga había sido tragada por el agua. La niebla, que se podría decir que estaba formada por el miedo, les impedía ver siquiera un centímetro de distancia, delante de ellos. Aun el agua, que siempre fue hermana de los navegantes, se había convertido en una fiera hambrienta de vidas, y lo expresaba con las lágrimas congeladas que caían desde el cielo y el vapor caliente que subía desde la profundidad. Cualquier solución, por peor que pareciera, agradaría.
“¡Ah!¡SEÑOR!”, clamaron los hombres, convertidos por el temor, “Te rogamos, oh SEÑOR, no permitas que perezcamos ahora por causa de la vida de este hombre, ni pongas sobre nosotros sangre inocente; porque tú, SEÑOR, has hecho como te ha placido.”
Y levantaron a Jonás, y lo lanzaron al mar (Jonás 1:1:15).
(*) Continuará el próxima martes…