Cuando me casé con Renato, hace 26 años, acababa de terminar el colegio y no tenía nada.
Después de una luna de miel de cuatro días, fuimos transferidos a Nueva York. Llegamos con una valija de ropa cada uno, estábamos lejos de la familia y tuve que aprender a vivir sola. Como si fuera poco, tuve que hacerme cargo de mi hermano menor. Entonces, aprendí a ser esposa y madre al mismo tiempo. Después, mi padre fue preso y tuve que aguantar ese dolor a la distancia.
Cuando intentaba acercarme a alguien, me juzgaban por lo que hacía y decía. Lo más difícil fue cuando comencé a buscar en Renato la amistad que no encontraba en los otros y me di cuenta que él no me podía ayudar, porque estaba ocupado y no tenía tiempo ni paciencia para mí. Además de pasar todo el día trabajando fuera de casa, llegaba y lo único que quería era comer y descansar. Fue muy duro porque me sentía un verdadero cero a la izquierda.
Empecé a aceptar las cosas malas que se decían de mi. Empecé a verme de forma distinta y eso perjudicó mi autoestima.
Pero las lágrimas que derramé y todo lo que me pasó, me sirvió para poder madurar y para ser usada por Dios.
Cada problema que superé, lo hice porque Dios estaba conmigo. Nunca dependí del dinero o de la belleza para ser feliz.
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