El Altísimo muestra cuán horrible era el hecho de que Su pueblo no reconociera el bien que le había sido hecho. Los hebreos habían comenzado a tener un comportamiento totalmente ausente de gratitud. No veían más su origen humilde ni el privilegio que les había sido dado por ser el pueblo elegido.
En el mensaje del capítulo 16 de Ezequiel, Dios hace una metáfora de esa trayectoria espiritual, colocándose como Marido de Su pueblo, que es representado por la esposa. Él proporciona los detalles de cómo lo encontró, la inversión que hizo en él y cómo esa unión fue afirmada por medio de una alianza. Sin embargo, los hebreos se olvidaron de eso.
Ellos no tenían un linaje noble para reivindicar o del cual enorgullecerse, pues sus padres eran paganos (v. 3). Cuando el Señor escogió a Abraham, en Ur de los caldeos, aún era un idólatra en medio de una tierra corrompida. Y la ciudad de Jerusalén ni siquiera había sido fundada originalmente por los hebreos, sino por los pueblos paganos de Canaán. Josué 15:63; 2 Samuel 5:6.
El origen de la nación de Israel, representada por Jerusalén es comparada a una niña no deseada, que fue despreciada sin los mínimos cuidados que se le dan a un recién nacido. El cordón umbilical no fue cortado; no fue lavada ni purificada; no fue refregada con sal, conforme la costumbre practicada cuando los niños eran dedicados a Dios; y estaba desnuda (v. 4). Se tornó rechazada públicamente y lanzada al mundo, sin la compasión de nadie (v. 5). Solo le restaba la muerte.
El relato impresionante del Altísimo continúa. Él Se compara a un hombre que anda por el campo y oye el llanto de esa niña abandonada, envuelta aún en la sangre de su nacimiento, a quien decide garantizarle la vida (v. 6). Esa niña representaba a los hebreos, que antes habían sido esclavizados y despreciados en Egipto, que vivían en la condición más miserable posible. Si no hubiera sido por el cuidado Divino, habrían sido completamente extinguidos. De maltratados, ahora se habían vuelto especiales y muy bien cuidados. Fue tanta la dedicación dada a ellos que crecieron y se fortalecieron. La niña, entonces, se volvió una bella doncella (v. 7).
El Eterno extiende Su manto para cubrirla y protegerla. Se sella así, con un juramento, Su casamiento con ella (v. 8). En contraste con el infortunio que Israel vivía, ahora eran un pueblo al que nada le faltaba. Recibieron la gloria Divina; la instrucción (Ley de Moisés); la tierra prometida; la dignidad; la protección y la garantía de la fidelidad perpetua. La antigua condición de desnudez y humillación dio lugar a las vestiduras bordadas y finas, y poseían los mejores calzados en los pies (v. 9-10). Fueron adornados con la riqueza de las joyas y nutridos con el alimento más fino de la agricultura (v. 11-13). Se transformaron en la nación de mayor reputación y esplendor del mundo (v. 14).
Así, aquella rechazada se convirtió en una reina. Pero no fue leal a su Marido, pues Le retribuyó con ingratitud e infidelidad todo lo que hizo por ella. No cometió adulterio solo una vez, sino que asumió la postura de una prostituta profesional que se ofrecía a todos los hombres. Israel fue capaz de usar la belleza y los regalos recibidos del Altísimo para atraer y deleitarse con sus amantes. Su corrupción comenzó con el rey Salomón, que se casó con varias mujeres extranjeras, hizo alianzas con los pueblos paganos y enemigos y llevó la idolatría a toda la nación (v. 15-19). La apostasía espiritual fue tan grande que los padres les quitaban la vida a sus propios hijos en ofrenda a sus dioses, la antigua práctica pagana del infanticidio. 2 Reyes 21:6; Jeremías 7:31.
El Soberano Dios identifica la causa de la caída: el corazón débil estaba ciego por la altivez de sus conquistas (v. 30). El orgullo y la ingratitud no le dejaron notar los caminos peligrosos por donde andaba y perdió el total control de sus acciones.
De la misma forma, debemos recordar que, como Israel, éramos personas sin ninguna perspectiva de futuro. Vivíamos a la deriva de este mundo hasta que fuimos recibidos y conducidos a la posición más privilegiada que existe: hijos del Altísimo. Él sanó nuestras heridas y conflictos interiores. Invirtió Su Vida en la nuestra. Pero, toda inversión espera una respuesta, y lo que Él desea es solamente la fidelidad a Sus Preceptos.
Todo lo que recibimos como resultado de nuestra unión con el Todopoderoso debe ser usado para servirlo. No son pocos los que han vivido y disfrutado de las dádivas Divinas como su tiempo, salud, prosperidad, reputación, inteligencia, etc. Pero en vez de usarlo para Él, lo usaron solo para sí mismos.
Es posible que una persona prospere, crezca e incluso manifieste una espiritualidad exterior sin realmente mantener una vida de fidelidad interior. Y no existe mayor engaño que el provocado por sí mismo. Israel mantenía el título de pueblo elegido, pero estaba completamente perdido.
La nación cayó porque no les hizo caso a las reprensiones Divinas. El Altísimo jamás queda pasivo al ver a Sus hijos caminando hacia la perdición. Su reprensión es la prueba de Su amor como Padre. Él no desea una comunión con nosotros solamente dentro de los templos, sino que desea caminar y vivir el día a día como en un matrimonio.
Cuanto más profundo es el abismo de donde fuimos rescatados, mayor debe ser la expresión de nuestra fidelidad y el respeto hacia Aquel que nos rescató.
Para que una alianza sea mantenida es necesario el compromiso de ambas partes en honrarla. Violar la palabra dada al Altísimo significa asumir el riesgo de volverse totalmente vulnerable al mal. El precio de la infidelidad de Israel costó la presencia Divina en su medio, su libertad, su tierra, el Templo y muchas vidas.
Hasta que hubo un arrepentimiento y una nueva alianza fue firmada.
Colaboró Núbia Siqueira