La Sagrada Palabra ya decía hace 3500 años lo que hoy la ciencia comprobó
“(…) Mira ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar. Y le dijo: así será tu descendencia.”
(Génesis 15:5)
Cerca de 3500 años atrás, Dios comenzaba, a partir de Abraham, a poblar el planeta con su pueblo. Una noche le dijo al patriarca que saliera de su tienda y vislumbrara el cielo. En una época aún sin la contaminación luminosa de la energía eléctrica, el firmamento se presentaba tan bello como hoy es posible verlo solamente en algunos puntos más remotos del planeta, bien lejos de los centros urbanos. Abraham miró las interminables luminarias celestes y tuvo una humilde fracción de la idea de lo que el Señor le decía: le daría tantos descendientes como le sería imposible contar, tal como se hizo y aún se hace.
En la época del caldeo Abraham, los parcos conocimientos astronómicos daban cuenta del conocimiento de apenas centenas de estrellas de la bóveda celeste. La Biblia ya decía lo que le era imposible al hombre de la época saber: la infinidad de las estrellas. ¿Cómo podría el ser humano saber eso, si para él las mismas estrellas y otro esporádico cuerpo celeste viajante titilaban de luz en el cielo nocturno, en un tiempo sin lunetas ni telescopios?
En los tiempos de David, las Escrituras anticipaban lo mismo:
“Él cuenta el número de las estrellas; a todas ellas llama por sus nombres.” (Salmos 147:4)
Mismo con el advenimiento de los instrumentos de observación, aun así, el número de estrellas conocidas o mapeadas era poco. Por otra parte, en los tiempos del matemático, físico, filósofo y astrónomo italiano Galileo Galilei (1564-1642), creador de la luneta (basada en el telescopio, fruto de los experimentos del holandés Hans Lippershey – 1570-1619), los astrónomos tenían conocimiento de apenas unas 5 mil estrellas. Galileo (ilustración abajo) ya tenía conocimientos de que la propia Tierra circundaba a una estrella, el Sol.
En el siglo 19, la aparente infinitud de los cuerpos celestes ya intrigaba al hombre. Y el curso de la ciencia le permitía corroborar eso continuamente. Las limitaciones superadas a cada momento, se sabía más y más sobre el espacio exterior. Con el salto tecnológico del siglo 20, millones de estrellas ya eran conocidas y clasificadas. Era – parafraseando la muletilla de una famosa serie de ficción científica de la TV y del cine (también basada en la sed de conocimiento sobre el universo) – el ser humano “yendo audazmente adonde nadie jamás estuvo”.
A fin del siglo pasado, la más audaz máquina de observación estelar hecha por el hombre fue colocada en la órbita de la Tierra. El Telescopio Espacial Hubble (foto de arriba), bautizado así en homenaje al astrónomo Edwin Hubble(1889-1953) – el “Contador de Estrellas”- es, simplificando su definición, un gran satélite de observación con el más potente telescopio ya creado, colocado en el espacio por medio del ya retirado ómnibus espacial Discovery en 1990. De la órbita de la Tierra, sin la interferencia visual de la atmósfera, el hombre ya fue capaz de observar lo que antes era defendido solamente en teoría, y ya afirmado por la Biblia millares de años atrás. Nidos de estrellas y nuevas galaxias son, día a día, descubiertos y catalogados, debidamente fotografiados (como en el ejemplo de abajo) por el Hubble en su exuberancia creada por Dios. Y ya son billones las conocidas hasta ahora.
“Levantad en alto vuestros ojos, y mirad Quién creó estas cosas; Él saca y cuenta Su ejército; a todas llama por sus nombres; ninguna faltará; tal es la grandeza de Su fuerza, y el poder de Su dominio.”
(Isaías 40:26)