Cuando el apóstol Pablo de Tarso conoció la ciudad de Filipos, en uno de sus viajes misioneros, al parecer, había en ella un pequeño grupo de judíos que no tenía una sinagoga. Sus celebraciones a Dios se hacían en la orilla del río cercano, el Gangites – donde Pablo encontró a un grupo de mujeres a quienes predicó el Evangelio y conoció a Lidia, una vendedora de púrpura a quien bautizó, hospedándose en su casa. A los habitantes de la ciudad Pablo se dirigió nuevamente a través de la Epístola a los Filipenses, que luego formó parte del Nuevo Testamento.
Filipos era una de las ciudades principales del Imperio Romano, en territorio que hoy le pertenece a Grecia. Ella era una importante conexión entre Europa y Asia, la Vía Egnatia, un importante camino romano muy usado por los militares. Se encontraba al este de la antigua provincia de Macedonia, a 13 kilómetros del Mar Egeo, en la cima de una colina.
Inicialmente, la ciudad era habitada por los tracios, había sido conquistada en 358 a. C. por el padre de Alejandro Magno, el monarca Felipe II de Macedonia – de allí su nombre. Estuvo bajo el control romano en 108 a. C. y, en el 42 a. C., fue el escenario de la famosa batalla de Marco Antonio y Octavio contra Marco Junio Bruto y Cayo Casio Longino, en que los primeros buscaban vengar el asesinato de Julio César y lo lograron.
Los veteranos de la batalla se instalaron en Filipos, donde era común en la ciudad el culto a los dioses de las mitologías romana y tracia – y, en menor número, a los de la griega. Fue la primera ciudad europea que escuchó la predica de un misionero cristiano – Pablo, en el episodio en que conoce a Lidia, narrado en Hechos 16.
Los hallazgos arqueológicos en el lugar confirmaron la importancia, como colonia romana, de la ciudad, entre ellos un foro y un anfiteatro. Los arqueólogos también prueban la importancia del lugar para los cristianos, por la presencia de varias iglesias del período bizantino. Una serie de grandes terremotos, que destruyeron gran parte de la ciudad, contribuyendo a la declinación de la urbe, abandonada de a poco.
Uno de esos terremotos fue providencial, como Pablo declara en Hechos 16. Al pueblo y a las autoridades locales no les gustaba mucho que él y Silas predicaran la Salvación en Cristo, entonces, prendieron a los dos, después de azotarlos públicamente. Ambos, en la cárcel, comenzaron a orar y a adorar a Dios en voz alta, los otros prisioneros podían oírlos. De repente, un gran temblor sacudió la prisión y abrió todas las celdas. El carcelero, temiendo que todos hayan huido, quiso suicidarse, pero Pablo lo detuvo, aclarándole que ningún detenido había salido. El hombre se postró delante de los predicadores y se convirtió, llevándolos a su propia casa y lavando sus heridas por los azotes. Él y su familia fueron bautizados, y los magistrados que ordenaron la prisión los liberaron – pues los misioneros eran ciudadanos romanos. Ruinas de la prisión que podrían ser la del relato bíblico son hasta hoy visitadas en el lugar.
Pablo utilizó bien la Vía Egnatia cuando predico en Filipos, así como en Neápolis, Anfípolis, Apolonia y Tesalónica – a la última él envió las cartas a los Tesalonicenses, presentes en el Nuevo Testamento.
Con el tiempo, los filipenses formaron una iglesia fuerte, coherente y promotora de la evangelización, muy elogiada por Pablo en la epístola del Nuevo Testamento destinada a ellos.