“Por esto, mis amados hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse…” Santiago 1:19
En mi infancia, felizmente pude frecuentar el barrio de San Cristobal, en la Zona Norte de Río de Janeiro, el cual se ubica alrededor de la Quinta da Boa Vista, uno de los más apreciados lugares de la ciudad que fue residencia de la familia imperial en el siglo XIX.
Vecino a Cais do Porto, San Cristobal es el punto de entrada de Río para viajeros que llegan de todas partes de Brasil por vía terrestre recorriendo la Avenida Brasil.
Por su característica adyacente al nacimiento de esa avenida, San Crsitobal es una mezcla de barrio residencial e industrial, con muchísimas empresas de transporte, cuyos camiones cargados y cubiertos con sus lonas típicas, cubren sus calles.
Es curioso observar el cuidado con que se cubre un cargamento, todos los nudos con que los camioneros cubren su carga. Luego de varias horas termina la carga perfectamente cubierta y protegida de la lluvia por la lona encerada.
En el querido barrio de San Cristobal que Onofre, el hombre de la historia, trabajaba. Pero no era camionero, como la mayoría de los residentes del lugar, era vendedor de anteojos de sol y relojes, con un puesto armado en una de las calles más abarrotadas del barrio carioca.
Nuestro amigo había sido camionero hasta que en un accidente perdió su antebrazo izquierdo, quitándole el placer de conducir su camión por todo Brasil.
El brazo derecho no tuvo secuelas, sino que estaba sano y fuerte de tantos nudos realizados para proteger la carga de su camión.
Acostumbrado a ese barrio que lo había cobijado cuando años atrás llegó del Nordeste. Onofre recibió la indemnización de la empresa y se decidió poner allí su puesto ambulante.
No se quejaba de su infortunio, porque en un barrio de camioneros, relojes y anteojos de sol eran un gran negocio. A fin de cuentas quién no perdió un par de anteojos de sol o un reloj alguna vez. Aunque lo afectaba estar lejos de su profesión, tenía un poco de rencor y tristeza en su corazón, y ya no bromeaba como antes.
Onofre, el vendedor de relojes pulsera de modelos clásicos usaba uno muy llamativo, justamente en el brazo accidentado. Era imposible que alguien, al aproximarse no notara este detalle.
Por lo general cuando los clientes se aproximaban, especialmente los jóvenes, en grupo, sentían que le hacían un gran favor al hombre, completamente desinhibidos y arrogantes se quejaban del modelo, querían descuento, decían que el producto no era bueno. A todo esto Onofre se mantenía callado, pero había solo una cosa que él no toleraba.
Cuando alguien le decía:
– Si tiene un brazo normal, ¿por qué usa el reloj en el defectuoso?
En ese momento respondía espantando al impertinente diciendo:
– Puedo colocarlo en el otro brazo, solo que cuando me vaya a bañar o haya que ajustarlo, voy a llamar a tu mamá para que lo haga por mí.
La respuesta avergonzaba y humillaba al comprador, que estaba colorado y todo el aire imponente que tenía se iba abajo cuando después de reflexionar decía:
– ¡Ah, perdón… no lo había pensado.
Me parece que es por eso que el Señor Jesús nos enseñó la virtud de la humildad. Porque si la perdemos hasta en los menores problemas de la vida, nos volveremos víctimas de nosotros mismos terminando avergonzados. Además tenemos dos oídos, dos ojos y solo una boca, fuimos creados para observar, escuchar más y hablar menos.
Dice la Palabra de Dios:
“Por esto, mis amados hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse…” (Santiago 1:19)