Un café simple, pequeño, encantador y lleno de personalidad, en una calle con poco movimiento. Una pausa (única, preciosa) en un día bastante agitado. Me senté en una de las mesas de afuera sólo para tomar un cafecito rápido.
Del otro lado de la calle, una escalinata de mosaicos con pedazos de azulejo, que va hacia la avenida.
De repente, un hecho aparentemente banal. Una mujer, con un aspecto muy juvenil.
Ella caminaba rápidamente, tal vez con un día tan o más agitado que el mío. Aun en la vereda, honró a la escalinata comenzando a subir por ésta, cuando, desde lo alto, cayó una florcita amarilla muy pequeña, de una planta que trepaba por el gran muro de la calle.
La flor descendió por el aire girando y cayó en el piso, justo frente a nuestra apresurada transeúnte. La muchacha se detuvo repentinamente y miró el puntito amarillo en la vereda por un breve instante…
Se inclinó y rescató la frágil y delicada florcita del áspero cemento. Abrió su agenda y la colocó entre las páginas, con cariño, admirándola un poco. Se reincorporó, cerró la agenda y siguió en dirección a la escalera.
Con otro ritmo en su caminar. Con una sonrisa.
Algo simple, ¡pero tan lindo de ver!
En el futuro, en algún momento en medio al trajín escrito en aquella agenda, la misma muchacha se topará con la florcita amarilla. Sólo eso, algo muy simple, le dará a ella unos segundos de alivio; el recuerdo de aquel día cuando detuvo todo lo que estaba haciendo sólo para tomar una florcita del suelo. Entonces volverá a pensar en los compromisos y plazos anotados, pero ya más liviana, a raíz de algunos segunditos en que recargó las baterías.
Simple.
Dios es generoso dándonos esos momentos.
Entonces alguien leerá esto y pensará que no tengo nada que hacer, que no tengo en qué pensar. Tengo y mucho. Por eso mismo, momentos aparentemente sin importancia y bobos como aquel, valen tanto. Son un refresco para la mente y el alma.
Eso para quien sabe ver.