Vine de una infancia donde lo obvio era ser como los demás, sin embargo, todo comenzó a trillar un nuevo rumbo cuando surgieron las primeras manchas. Para mi madre, probablemente sería algo normal de niño, algo que viene y se va, pero con el pasar de los días y de las semanas, la situación estaba empeorando. Lo que parecía ser simple era en realidad una enfermedad rara que estaba apoderándose de mi cuerpo, una dermatitis atópica. Entonces, comenzó la tortura de buscar en los médicos la cura, ¡y nada! Los tratamientos y los medicamentos poco a poco se iban volviendo insuficientes para resolver mi problema crónico, hasta que mi madre se convenció de que tendría que convivir con eso para siempre en mi piel.
A los 11 años comenzaron los síntomas de depresión y una profunda angustia por la situación. Hubo días en los que de tanto rascarme la región lesionada me quedaba en carne viva. Era un tormento para mí.
Obispo, no fue fácil tener que convivir con eso. A medida que crecía, los sueños y los planes se iban perdiendo de mis manos. Estaba volviéndome acomplejada, insegura y totalmente desmotivada. Después tuve anorexia, ya que no me alimentaba más, llegando a pesar 28 kg. Conforme la enfermedad se iba esparciendo, fui obligada a usar solamente ropa que cubriera mis brazos y piernas. Con eso vino el síndrome del pánico, las visiones de bultos y las audiciones de voces, al punto de no lograr estar sola ni siquiera en el baño.
Recuerdo que me volví una persona totalmente agresiva, ofendiendo inclusive a mis propios padres. En realidad, los culpaba también por eso. Llegué a tomar diariamente diversos remedios bajo receta archivada, como Gardenal, Diazepan, Rivotril y otros para aliviar mi dolor.
Decidí entonces buscar en las amistades un aliento para ese sufrimiento. Intenté camuflar ante todos mi caso, demostrando ser totalmente normal. Creía que esos momentos serían buenos para hacerme olvidar un poco mi sufrimiento. Fue entonces que vinieron las discotecas, los bailes funk, el disfrutar, las farras y las bebidas. Estuve con varios muchachos que jamás se imaginaron mi situación. Solo que las bebidas, mezcladas con los efectos de los remedios controlados, causaron efectos terribles empeorando lo que ya era pésimo.
Siendo así, mis padres decidieron que internarme era la mejor alternativa, ya que los médicos dijeron que yo no tenía más condiciones de trabajar ni de estudiar. Fue un verdadero fondo de pozo. Y, para mi decepción, aquellos que decían que eran mis amigos, al descubrirlo, se alejaron de mí. ¡Así mismo! Todos aquellos en los que había depositado mi esperanza de mejores momentos, me dieron la espalda cuando más los necesitaba. Desilusionada con todo y con todos, solo pensaba en matarme, ya que no tenía más placer en la vida, además, ¿qué vida?
Fue en esa época que una obrera me evangelizó en el hospital, mostrándome que eso era tan simple de resolver, y le dije: “¿Simple? Estoy en este infierno hace 16 años de mi vida, ¿y cómo me dice que es simple?”
En pocas palabras me mostró que sufrí durante tanto tiempo por no haber buscado ayuda en la Persona indicada. Decidí entonces ir a la Universal y, créalo, ¡lo que no logré en toda mi vida, lo alcancé en solo una semana! Fue I-N-C-R-E-Í-B-L-E lo que Dios hizo por mí. Poco a poco las lesiones fueron disminuyendo, mi miedo y mi depresión fueron desapareciendo y en poco tiempo vino de manos de los médicos el laudo: ¡la cura! Y eso fue solo el principio, ya que poco a poco fui cambiando en mi interior y enseguida tuve la mayor experiencia de mi vida: mi encuentro con Dios.
Hoy soy una nueva mujer. Una nueva joven que descubrió Quién realmente es Amigo de verdad. Soy feliz, amo a mis padres, soy obrera y, por encima de todo, soy una prueba más de que el milagro no es una cosa del pasado. Realmente parecía imposible que yo cambiara, ¡pero cambié!
Fernanda Batista – Belo Horizonte