Quien ya amó, aunque sea un poquito, sabe que olvidar es demasiado difícil. Nadie que haya visto sus ojos brillar en la mirada del otro sería capaz. Sería más fácil morir que quitarse a la mujer amada de la mente. Por eso David está de regreso.
La última vez que el joven plebeyo estuvo en la casa real, escuchó noticias que habrían desesperado a cualquiera, pero no a un guerrero.
“… El rey no desea la dote, sino cien prepucios de filisteos, para que sea tomada venganza de los enemigos del rey…”, (1 Samuel 18:25), es lo que le dijeron los siervos de Saúl.
Sabiendo que los filisteos, desde siempre, fueron un pueblo bruto, el hombre solo debe temer entrar en sus tierras y amenazarlos, de la manera que fuera. Sin embargo, David no era solo un hombre, era un hombre enamorado.
Enamorado por la más dulce mujer que sus instintos ya habían percibido. Quien ya amó, aunque sea solo un poco, sabe que los instintos son marcados a fuego cuando uno se enamora. Sería más fácil amputarse las manos que olvidar el toque de esa piel, perforarse los oídos antes que olvidar su tono de la voz, arrancarse la nariz que olvidar su perfume, arrancarse los ojos que olvidar su belleza. Y, aun así, perdido en la oscuridad de la falta de sentido, sería posible sentir el gusto del amor.
Cuando Saúl envió ese mensaje a David, que necesitaba oro, quería matarlo. No entendió que el fuego ardiente en su alma lo hacía capaz de enfrentar el peor de los ejércitos, pero no le permite golpear a su doncella con un “no”.
Quien ya amó, o incluso solo escuchó hablar del amor puro, tomado de esa fuente cristalina que solo el alma alcanza, sabe que cualquier muchacho se convierte en hombre cerca de quien ama. Por eso David está de regreso.
Presenta al rey no 100, sino 200 prepucios de filisteos. Sorprende un Saúl cada vez más envidioso, que ahora debe cumplir su palabra.
Esa noche David se casará con la princesa Mical. Y ya le avisó al sol que esta vez puede retrasarse.
(*) 1 Samuel 18:20-29