En la visión de David, los muchos tipos de sacrificios ofrendados a Dios, significaban mucho más que meros rituales religiosos. Expresaban la fe y obediencia a las leyes de Moisés.
David también tenía discernimiento de que tales sacrificios, a lo largo de la historia de Israel, se habían desviado de los principios de la fe inteligente. Es que los sacrificios, por ser tan acostumbrados, se convirtieron en obligaciones vacías.
Por esa razón, en los momentos de mayor angustia de su vida, David dijo: “Porque no quieres sacrificio, que yo lo daría; no quieres holocausto. Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios.”, (Salmos 51:16-17). A partir de entonces, David suplica por el bien de Sión y por la edificación de los muros de Jerusalén, (Salmos 51:18). En realidad, no solo está suplicando por eso, sino que también por sí mismo, ya que, mientras que su vida no fuera restablecida por el perdón Divino y los “muros de su vida” no fueran edificados (sincero arrepentimiento), no habría ofrendas justas que agradaran al Señor. Es decir, ¿de qué sirve sacrificios en cantidad si los ofrendantes están en pecado?
David tenía en claro el tipo de sacrificio deseado por el Señor. La ofrenda de sacrificio solo tenía y tiene valor (es justa) cuando el ofrendante es justo. “Entonces te agradarán los sacrificios de justicia, el holocausto u ofrenda del todo quemada; entonces se ofrecerán becerros sobre tu Altar.”, (Salmos 51:19).
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