De vez en cuando decimos cosas sin pensar, hacemos promesas que no podemos cumplir o no cumplimos promesas que parecen pequeñas. A los ojos de Dios, sin embargo, la palabra de la persona vale mucho, independientemente de la situación.
Sabiendo esto, Ana no arrojó palabras al viento cuando prometió entregar su hijo a Dios. Ella temía al Señor y, además de eso, creía en todas Sus Palabras, tanto en las palabras benevolentes como en las de castigo a quienes despreciasen Sus Leyes.
Ana estaba casada con Elcana, hombre que habitaba en la región montañosa de Efraín y poseía dos esposas, la otra era Penina, mujer vanidosa, que había tenido su vientre tocado por Dios para darle hijos a Elcana, mientras que Ana era triste por no poder hacer lo mismo.
No tener un hijo era más que no poder darle alegría a Elcana, era ser incompleta. Ana siempre supo que había mucho de aprendizaje en ser madre, en alimentar de la misma boca a otra persona. Poder mimar y acariciar un ser tan especial, sin nunca quitárselo de sus brazos, era su sueño.
Tantas y tantas veces se ofreció para ser el hogar de un bebe, pero su vientre era cerrado. Cuando dormía, soñaba con el hijo. Cuando estaba despierta, seguía soñando. El niño corriendo por el campo, jugando, creciendo, oyendo sus consejos. Todas las imágenes no salían de su cabeza.
De sus sueños, Ana solo despertaba cuando Penina la humillaba, mostrándole cómo era más mujer por poder tener hijos. Y aun así, Elcana amaba más a Ana.
“Ana, ¿por qué lloras? ¿Por qué no comes? ¿Y por qué está afligido tu corazón? ¿No te soy yo mejor que diez hijos?” Repetía el dedicado esposo, pero nada la alentaba.
Cierto día, estando en el templo, oró: “Señor de los ejércitos, si te dignares mirar a la aflicción de tu sierva, y te acordares de mí, y no te olvidares de tu sierva, sino que dieres a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré al Señor todos los días de su vida, y no pasará navaja sobre su cabeza.”
No tardó el Señor en mirar hacia ella y darle el hijo que tanto deseaba. A pesar de la felicidad indescriptible, sin embargo, Ana siempre supo que el niño le pertenecía a Dios. Ella había empleado la palabra y, después de que el hijo nació y se despechó, fue entregado en la Casa de Dios.
Después de eso, el Señor le dio a Ana incluso tres hijos más y dos hijas. Ana le dio su hijo – que se llamó Samuel y fue uno de los más importantes líderes de su pueblo – a Dios. Pero siempre fue él quien la hizo completa.
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