“Habéis, pues, de serme santos, porque Yo, el SEÑOR, soy santo, y os he apartado de los pueblos para que seáis Míos.”
(Levítico 20:26)
Clara distinción entre los que son de Dios y los que no son. Santo significa “separado”. Separado de la injusticia. Separado de este mundo perverso. Dios es santo. Él nos separó para que fuéramos Suyos, a Su imagen y semejanza. Santos, como Él es santo.
No hay injusticia en Él. No hay maldad en Él. Tampoco hay en Él malicia, ni desorden, ni engaño, ni mentira, ni crueldad, ni arrogancia. Él es justo; es puro; es bueno; es verdadero. Es misericordioso, atiende a los humildes y los salva. No les da la espalda a los que Lo buscan. Él no desiste de los que perseveran.
Es santo y nos separó para que seamos como Él. Justos, disciplinados, puros, buenos, verdaderos, misericordiosos, atentos a los humildes, sensibles a la voz del afligido, sinceros, dispuestos y perseverantes. Eso es lo que nos separa del mundo podrido, perverso, egoísta y orgulloso en el que vivimos.
Las elecciones que hacemos ante cada situación deben tener en cuenta el hecho de que Él quiere que seamos Suyos. Por amor al Señor, que es santo y nos separó, también nosotros nos separamos, eligiendo lo que Le agrada, pues somos Suyos.
Que sus pensamientos y sus actitudes lo mantengan separado de la maldad de este mundo.
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Fuente: Libro “El Pan nuestro para 365 días”, del obispo Edir Macedo