Katherine un día sintió dolor en sus manos y pensó que no era grave. Sin embargo, se le empezaron a entumecer. «El médico no me detectaba nada y el traumatólogo dijo que no tenía ninguna enfermedad en los huesos. Seguí haciendo mi vida normal, pero me sentía cada vez peor», recuerda.
Su salud se deterioraba y no encontraba una respuesta. Ella señala: «Al despertarme, tardaba una hora en levantarme, me costaba moverme y pararme. Luego, la garganta se me inflamó y tenía dificultades para comer».
Ante esa situación, Katherine volvió a consultar al médico y, esta vez, recibió una noticia que la hundió en la tristeza. «Me hicieron otros estudios y me diagnosticaron lupus, una enfermedad incurable», relata.
Si bien tomaba medicación, no había mejoría. Ella señala: «Los remedios no me hacían efecto. Mis papás me ayudaban a peinarme, cambiarme y bañarme. Estaba muy triste. Lloraba debido a lo mal que me sentía. No entendía cómo antes entrenaba y, de pronto, ya no podía bajar una escalera. Bajé de peso y se me caía el pelo. La inflamación me produjo fiebre y me tuvieron que internar. La enfermedad había afectado mis riñones, y eso era muy peligroso porque podía empezar a afectar otros órganos».
UNA RESPUESTA EN MEDIO DEL DOLOR
Hasta que un día, una amiga la visitó junto con un pastor que llevaba el Aceite Santo. «Él me dijo: “Te voy a ungir y vos vas a creer que te vas a sanar. Este va a ser el punto de contacto entre vos y Jesús”. Eso me dio alivio y esperanza, tenía la seguridad de que me iba a sanar. A los pocos días, me dieron el alta y el doctor me dijo: “No tenés nada en tus riñones, el lupus no afectó ninguno de tus órganos”», Ketherine recuerda.
Tras salir de la internación, cada día se sentía mejor. Ella asegura: «Empecé a caminar, a comer sola, a peinarme y a doblar el brazo. Ya no me dolía la garganta y comencé a recuperar mi peso».
Pero eso no fue todo. Ella explica que «todos los meses tenía una consulta con el especialista» y que, en la última que tuvo, sucedió algo sorprendente. «Cuando le entregué los nuevos estudios, me dijo: “La enfermedad no está activa en tu cuerpo”», asegura y agrega, con una sonrisa: «¡Dios hizo ese milagro en mí y me sanó! Antes, subir una escalera, que parece algo simple, para mí era un desafío. Ahora estoy bien y puedo hacer todo lo que antes no podía. El Aceite Santo despertó mi fe, estoy libre de la enfermedad y soy feliz».
Ella asiste a la Iglesia Universal ubicada en Av. Corrientes 4070, CABA.
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