Cierta vez estaba yo en una escalinata cercana a mi escritorio. He aquí que pasa, inesperadamente, mi jefe.
– ¿Pensativo?
– Orando.
No era mentira, tampoco una excusa incoherente. Realmente estaba orando.
Necesitaba entregar un texto para el cual me pidieron atención muy especial. No es que los demás textos tampoco la tuvieran, sino que ese era un proyecto diferente, algo edificante, que tuviera un buen reflejo en quien lo leyera. Entonces, después de haber pensado mucho y de no estar satisfecho con nada de lo que me venía a la mente, salí de la redacción, me apoyé en la reja de la escalinata, al aire libre, y Le pedí al Espíritu Santo que me orientara.
Allí, parecía que miraba distraídamente el gran estacionamiento lleno de autos, la línea de los edificios en el horizonte, los helicópteros que trazaban el cielo azul. Claro que todo eso no pasaba desapercibido, pero el pensamiento iba mucho más allá: usaba el acceso que nosotros tenemos al Padre, el que fue garantizado por Jesús en Su sacrificio.
Unos pueden pensar que fui fútil al orar por una cosa de esas, mientras que tanta gente necesita cosas más urgentes y vitales. Otros, que fue una cierta exageración de mi parte. No me parece. Todo trabajo decente es importante, y Dios nos permite realizarlo. Y si Él me lo permite, puede ayudarme. Aunque no sea algo tan difícil, me gusta contar con Él.
Exactamente ahí entra la cuestión a la cual quería llegar.
Era para Él que yo realizaba ese trabajo.
¿Cómo es eso?
Cuando no pensaba en Dios como hoy pienso, trabajaba y estudiaba. Tenía en mí las ideas de ser un buen profesional, de perfeccionarme a cada día (por eso el estudio), de no satisfacerme si podía ser mejor que aquello. Lo perseguía, me esforzaba. E incluso lo conseguía. Llegaba incluso a conseguir más de lo que había deseado.
Pero lo hacía por mí. Lo hacía simplemente porque pensaba que era la obligación de todo el mundo.
Incluso es la obligación de todos, si lo pensamos bien. Claro que yo también sentía placer en el trabajo, me veía siempre animado a conseguir más, a desarrollarme. Pero era para cumplir lo que estaba en el contrato firmado con el empleador: realizar un buen trabajo.
Aun así, faltaba algo.
Con el tiempo, noté lo que era.
Yo quería hacer todo bien, entregar buenos trabajos, estar satisfecho y satisfacer al cliente. Pero quería hacerlo, sin darme cuenta, solo.
Por mí, y solo por mí.
Por más que tuviera una buena intención con aquella actitud, no era la correcta. La intención era buena. Muy buena. Sin embargo, estaba muy lejos de una actitud ideal.
Solamente entonces, me di cuenta de que me engañaba. ¿Por qué razón debería hacer algo solamente por mí, si Jesús estaba conmigo todo el tiempo?
Obviamente, Él nos ayuda. Obviamente, de la misma forma, hay una parte bajo nuestra responsabilidad: el sudor. El esfuerzo. Él le garantiza una buena cosecha, pero, sin que usted haya sembrado, ¿qué es lo que va a cosechar?
Por lo tanto, aun antes de comenzar un trabajo, empecé a entender y a sentir Su presencia en el proceso. Mientras pensé y repensé, no me vino nada. A partir de una oración silenciosa al costado de la escalinata, todo fluyó. Ya no hacía más el trabajo solo.
Pero no piense que la cosa terminó ahí.
Ofrenda
En los tiempos bíblicos, aún en el Antiguo Testamento, se usaba mucho la figura del sacrificio. Los judíos iban al Tabernáculo y quemaban sus ofrendas sobre el altar. Y no quemaban cualquier cosa: era siempre un animal sin defectos, generalmente el más lindo entre los novillos, los corderos, los cabritos. A Dios, no Le era ofrecida cualquier cosa.
Hoy, después del sacrificio vivo de Cristo, no precisamos más quemar los animalitos, (afortunadamente). Hacemos nuestras ofrendas de otras formas.
Los diezmos y las ofrendas son importantes, pero no alcanzan. Hay algo que va mucho más allá para Dios.
Lo que somos. Lo que hacemos.
Y nuestro trabajo está entre las cosas que hacemos. Y lo que somos es una parte muy importante de su materia prima.
Entonces, nuestro trabajo bien realizado puede ser ofrecido en honra a Dios, que nos permite realizarlo.
Siempre que conseguimos elaborar y hacer funcionar bien un proyecto, dejar al empleador y al cliente satisfechos, contentos con nuestro desempeño, felices con el resultado, esa alegría también nos llega a nosotros. ¿Por qué, entonces no ofrecérselo a Dios? Puede incluso ser algo simple, que Él no necesita. Pero es nuestro “perfume agradable que sube a los cielos”, como está escrito en la Biblia.
Y trabajo es trabajo, del más simple al más complejo. Puede ser simplemente el lavabo de su cocina limpita y perfumada después de librarla de la pila de platos, secos y guardados cuidadosamente. Puede ser un zapato bien lustrado. Un informe bien escrito. La atención correcta a un cliente, con educación. Una pared bien pintada. Una tesis doctoral bien defendida (después de meses o años de intensa investigación). La cura para una enfermedad grave. Una película que consumió 24 meses de trabajo del director y de un equipo de centenas que gana un premio merecido. Puede ser un imperio empresarial multinacional dirigido por usted, que tuvo buenos resultados al final de ese año. Una vida salvada en una mesa de cirugía. Un astronauta que pisa por primera vez donde nadie de su raza pisó antes – “viajando audazmente adonde nadie ha llegado”, ¿lo recuerda?
Cualquier trabajo, mientras que sea realizado con competencia y seriedad.
La calidad es imprescindible
Claro que todos nosotros nos cansamos y no todos los días de trabajo son un placer. El estrés mata, para quien no lo sabe. Y trabajar puede ser muy bueno, pero cansa. Por eso, Dios ya había pensado, hace miles de años, en el descanso. ¿Quién no siente los beneficios de 30 días de vacaciones, de un fin de semana o hasta de la simple pausa de 10 minutos donde el café hace que la sangre vuelva a circular por las piernas y por el cerebro?
El cansancio disminuye la calidad del trabajo. Disminuye la calidad de vida. Los resultados no salen como queremos, aunque nos hayamos esforzado. Entonces, con las baterías recargadas después del descanso, es la hora de trabajar de nuevo con gusto.
Entonces Le volvemos a ofrecer a Dios, no solo el fruto de nuestro esfuerzo – sino también todo el esfuerzo.
Y a Dios no Le podemos ofrecer cualquier porquería, ¿no es verdad?
No se Le puede entregar a Él un trabajo pospuesto. No es apropiado ofrendar al propio Señor lo que alguien complicó para estirar el plazo, con pereza, y cuando no quedaba más tiempo, hizo cualquier cosa solo para cumplir y entregarlo.
No se Le puede ofrecer a Dios un trabajo en el que alguien llevó una indebida ventaja, o se llevó el crédito por lo que otra persona, que se esforzó más, hizo.
Hay quien trabaja bien de verdad, hay quien juega mucho y le gusta vender la idea de que es un tremendo profesional – cuando la verdad es que es: un enredador profesional.
Aquel que siempre tiene excusas incoherentes.
Entonces, un buen trabajo bien realizado, aunque sea agotador o de largo plazo, puede ser ofrecido a Dios con sinceridad de corazón.
Eso incluso duplica el placer de quien da el diezmo o la ofrenda de acuerdo con su voluntad y fe, pues son dividendos logrados honesta y competentemente.
Por más simple, por más complejo, si el servicio está bien realizado, Él Se complace. Porque Él estaba con usted en el momento de la elaboración, del sudor, y veía su compromiso en entregar un trabajo bien hecho.
No importa su formación, su origen. Ofrézcaselo a Él.
Y buen trabajo.
“Bienaventurado todo aquel que teme al Señor, que anda en Sus caminos. Cuando comas el trabajo de tus manos, bienaventurado serás y te irá bien.”
Salmo 128:1-2
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