Carolina: “Sufrí un ACV con un embarazo de nueve semanas, tenía 36 años. Estaba trabajando y no le había prestado atención a los síntomas, pensé que eran dolores de cabeza, que estaba estresada. Llegó un momento en el que no aguanté más, fui a la guardia del hospital, me diagnosticaron mal, volví a mi casa y ese día me sentí agonizar.
No podía ver bien, me dolían los ojos, estaba somnolienta, me levantaba para ir al baño y me chocaba con todo. No podía levantar la cabeza. Esa madrugada fui a otro médico y se dieron cuenta que estaba mal, pero no sabían qué era lo que tenía. Incluso me salía espuma de la boca.
Me trasladaron y me hicieron una resonancia magnética. Ellos querían que abortara porque el embarazo provocaba más estados de trombosis. Tenía un ACV de grado grave, dijeron que tenía que firmar un papel para que me medicaran. Esos remedios podían provocarme una hemorragia en cualquier parte del cuerpo; pero si no lo hacía podía morir.
Tomé una decisión, llamé a mi hermana como para despedirme porque los médicos no me aseguraban que la medicación funcionaría. Fue terrible, muy angustiante, en ese momento entregué mi vida y la de mi hijo a Dios.
Al pasar los días, la medicación fue resultando. Los médicos me advirtieron que si estaba entre la vida y la muerte iban a provocar un aborto sin preguntarme.
A mi bebé le hicieron muchos estudios antes de nacer porque podría haber tenido cualquier enfermedad, pero él nació completamente sano. Yo debería tener secuelas, pero no las tengo. Los doctores me dicen que nací de nuevo, fue un milagro.
Seguí perseverando hasta que un día me fui a hacer una resonancia y el coágulo que tenía en la cabeza había de-saparecido completamente. Ya no tomo medicación y disfruto a mi hijo, para Dios no hay nada imposible”.
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