Fátima: «Yo era una persona triste, depresiva y cargaba con una tristeza profunda en mi corazón. Quien me veía creía que estaba todo bien, pero en mi interior había resentimiento a raíz de la separación de mis padres.
En ese estado conocí la Iglesia Universal. Recuerdo que llegamos con mi mamá un viernes y participamos de la Reunión de Liberación. En el momento de la oración, mojé mi remera de tanto llorar, pero salí libre, muy liviana y con paz. Así que comencé a participar de todas las reuniones. Tenía el deseo de estar cada día más cerca de Dios porque me hacía muy bien.
Sin embargo, un día dejé de tomar decisiones correctas y elegí el camino equivocado. Me empecé a juntar con personas que no eran buena influencia. Me alejé de la presencia de Dios y no quise que nadie me hablara de la iglesia.
Inicié una relación con una persona mucho más grande que yo. Mi mamá no estuvo de acuerdo y, entonces, me fui de mi casa. No me importó que ella sufriera, solo quería satisfacer mis deseos. A los pocos meses, no me interesó más mi pareja, porque usaba a la personas para intentar llenar el vacío interior que sentía.
Todos los días me despertaba al mediodía y, media hora después, estaba durmiendo otra vez. El resto del tiempo lloraba. Incluso tuve pensamientos de suicidio.
Comencé un nuevo trabajo donde conocí a mi actual esposo. Allí todos se relacionaban entre sí y no les importaba si estaban casados. En ese ambiente empecé a tomar y fumar.
Con veintiún años, no tenía sueños. Pensaba que, si formaba una familia, iba a ser feliz. Quedé embarazada y a los ocho meses me enteré de que mi marido tenía una relación paralela con una compañera. Se me cayó el mundo.
Al tiempo, él empezó a ir a la Iglesia Universal y me invitaba para que yo fuera. Mi mamá hacía lo mismo, pero para mí era muy difícil volver porque no sabía lo que podían pensar de mí. Tuve que vencer el orgullo y pedirle perdón a Dios por no haberlo tenido en cuenta durante todo ese tiempo.
Hasta que un día quise cambiar y tomé la decisión de perdonar a mi esposo. Nuevamente tuve deseos de servir a Dios. Recibí al Espíritu Santo y tuve la certeza de que nunca más estaría sola.
Comencé a ver la vida desde otra perspectiva, a mirar al futuro y a creer en el matrimonio. Me casé, estudié una carrera, hoy desarrollo mi profesión y soy muy feliz. Además, puedo ayudar a otros.
El mejor año de mi vida fue cuando volví a Dios. Gracias a Él, conseguí un buen trabajo y, con mi esposo, compramos un auto nuevo y recibimos muchas bendiciones.
Hoy enfrento luchas, pero con las fuerzas de Dios. Él me fortalece y me guía todos los días de mi vida».